La venta de gasolina colombiana en el estado fronterizo es común. Familias enteras se dedican a este negocio en busca de ingresos y los niños se involucran para ayudar a sus padres, así como Juan, un adolescente de 12 años, que contó su historia

Juan tiene 12 años y pasa el día en el porche de su casa. Dice que las horas transcurren lentas mientras está sentado en la silla verde, desde donde muestra un envase de refresco cortado por la mitad, que usa como embudo. Algunas veces el calor lo desespera y prefiere pararse al borde de la carretera para hacer señas a los carros. Cuando circulan a alta velocidad dejan una pequeña brisa que lo refresca. 

El embudo improvisado le permite a Juan echar la gasolina en los tanques de carros, motos y camiones. Sabe cuál manguera necesita para cada vehículo.

Puede llenar los envases plásticos sin una taza que le indique la medida. Ayuda a sus padres desde que tenía 10 años, dice que es inmune al olor y al sabor del combustible. “Soy un experto”.


El menor de tres hermanos tiene una de las funciones más importantes de su casa: vender gasolina colombiana a los conductores que transitan por allí


Juan no se llama Juan, realmente. Cuando su madre autorizó que el pequeño contara lo que hacía, pidió la reserva de las identidades y de la dirección exacta de su casa, porque la venta de combustible colombiano no es legal, aunque es una práctica que se ha normalizado.

Para Juan es normal y desconoce el peligro que representa esta actividad, que realiza hace dos años.

Es el menor de tres hermanos y estudia sexto grado en una de las escuelas de Colón, municipio Ayacucho, en la zona norte del Táchira. También es el que se queda en casa para ayudar con la gasolina y atiende a los conductores que transitan por la carretera en la zona donde vive y con ese dinero compran la comida para la familia. 

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En el frente de la pequeña vivienda hay una mesa de plástico que tiene dos envases de refresco llenos de combustible, pero dentro hay más de 120 litros guardados.

No es la única casa donde venden gasolina en la zona, de hecho, desde San Cristóbal hasta Ayacucho hay más de 20 puestos improvisados con gasolina colombiana. Esta práctica es común, especialmente en las comunidades donde el despacho formal no es constante. 

Juan llama la atención de los conductores con sus largos y delgados brazos, sus ojos marrones se mueven con el ir y venir de los carros y con su voz aguda les ofrece gasolina. Es delgado y tiene el tamaño de un niño promedio a su edad y asegura que come muy bien todos los días.

Se levanta entre 7:00 y 7:30 a.m., a esa hora ya sus hermanos mayores y su papá no están en la casa. Los otros dos jóvenes de 14 y 16 años trabajan en la finca de un vecino que se dedica al cultivo de caña de azúcar.

El padre es quien hace los viajes desde Colón hasta Cúcuta, en Colombia, a comprar el combustible y llevarlo a la vivienda para la venta. Este viaje le toma una hora y media cada día. Cuando no está en Cúcuta, en busca de gasolina, la ofrece en otro punto del pueblo.

La rutina de Juan no es jugar

Los juegos y el entretenimiento no son prioridades para Juan. Algunas tardes, su mamá le permite ir a jugar fútbol en un terreno detrás de la vivienda, pero no es algo común.

Cuando tiene clases, dos veces a la semana, usa ese tiempo para compartir con sus compañeros y luego vuelve a la rutina. Incluso, las tareas para la escuela las hace sentado en la silla de plástico, mientras llega algún cliente.

Lanzar piedras al aire e impedir que caigan al piso de cemento es la distracción de Juan cada día. Las atrapa con sus desgastados zapatos deportivos. Dice que se divierte con las historias de los clientes, productores agrícolas que se quejan por la falta de gasolina que les impide movilizar sus productos y parejas que van a la montaña tachirense a desconectarse de la cotidianidad.

Juan asegura que ha atendido a funcionarios policiales y militares, quienes bromean y le piden que no le cuente a nadie. 

Su mamá hace un chiste con que ahora el pequeño es experto en matemáticas y ventas. “La gente lo ve pequeño y quiere confundirlo. El litro cuesta 4.000 pesos y le dicen que si deja 5 litros en 15.000 pesos, como oferta, pero él sabe que estaría regalando un litro y 1.000 pesos. Él mismo hace sus ofertas, pero no se deja”.


Desde San Cristóbal hasta Ayacucho hay más de 20 puestos improvisados de reventa de gasolina colombiana


El peso es la moneda de uso común en Táchira, por la cercanía con Colombia. El litro de gasolina en 4.000 pesos equivale a un dólar, según la tasa oficial del Banco de Colombia.

El precio por litro puede variar entre 3.500 y 4.000 pesos. En San Cristóbal, capital del Táchira, oscila entre 3.000 y 3.500 pesos, es más barato porque en las estaciones de servicio del municipio llega la gasolina y no hay escasez, a diferencia del resto del estado.

Desde 2019, cuando se registró el apagón nacional que dejó al estado Táchira cinco días sin servicio eléctrico, los pesos colombianos se usan para todo. En ese momento, las fallas en los puntos de venta y la falta de bolívares en efectivo hicieron que se instalaran en el estado andino. 

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Juan no tiene certeza de lo que hará cuando sea grande. Asume que su destino será como el de sus hermanos y se dedicará a la agricultura en la zona.

Entre risas dice que prefiere ayudar con la gasolina en el porche de su casa, aunque el calor muchas veces le parece insoportable, pero es menor al que padecen sus hermanos, quienes trabajan bajo el sol y no están a la sombra, como él. 

Las cuentas de Juan

Comprarse una silla y un ventilador son las metas próximas de Juan. La silla de plástico que usa al menos 12 horas al día no es cómoda. Quiere una mecedora, aunque le parece que podría dormirse. 

Un ventilador también le sería funcional, porque en Colón, donde vive, la temperatura llega hasta los 30 grados centígrados, aunque solo funcionaría si hay electricidad, porque los cortes en la zona son de hasta 5 horas, 2 veces al día. Estos apagones se registran en todo el Táchira. Para soportar el calor viste a diario franelillas y chores.

Un celular no está en sus pensamientos. No lo considera útil porque ni el de su mamá puede usar. Donde está ubicada su casa no hay señal de telefonía. Permanecen incomunicados gran parte del día, como sucede en la mayoría de las zonas montañosas del Táchira. Algunas veces logran recibir o hacer una llamada desde la operadora Movilnet, pero otras plataformas no funcionan.

Las cuentas de Juan son claras. Su papá compra en Colombia 40 litros de gasolina en 120.000 pesos y los venden en 160.000 pesos. Hay días en los que solo les compran 10 litros y otros en los que despachan hasta 50. En una semana se quedan sin mercancía.

En Ayacucho habilitan una estación de servicio que despacha gasolina a precio internacional y según el terminal del número de placa que determinen las autoridades encargadas.

Las colas son largas y en reiteradas oportunidades hay quienes quedan sin poder comprar el combustible. Por eso, recurren al mercado informal y compran gasolina colombiana. 

A los 12 años, Juan ayuda a su familia de lunes a lunes. Su colaboración permite que no haya escasez de alimentos en casa, aunque también complementan los aportes que hacen sus hermanos y su papá.

La meta en la casa de Juan es que cada día se venda la mayor cantidad posible de gasolina, porque de allí no solo saldrán sus tres platos de comida, sino los 10.000 pesos que le dan sus papás semanalmente para que ahorre y logre comprar la silla y el ventilador que quiere. 


Los pesos son usados en todo el Táchira como moneda de uso común, por la cercanía con Colombia


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