El país suramericano vive entre contrastes. En medio de la campaña electoral y la inflación imparable, sus restaurantes están atiborrados de clientes. Las nuevas generaciones piensan en irse del país, mientras muchos de sus padres reciben subsidios del gobierno para llegar a fin de mes. Una crónica desde la nación que fue “granero del mundo” y hoy está sumergida en el caos económico

Por: Leonardo Oliva, miembro de CONNECTAS

Lionel Messi se toca el pecho del lado del corazón y mira hacia arriba. La imagen es parte de un mural homenaje al ídolo argentino pintada después del campeonato mundial que ganó en Qatar en diciembre de 2002. Está en un barrio popular de casas bajas en Mendoza, la cuarta ciudad más grande del país. 

La gloria de Messi contrasta con las caras adustas de la gente del lugar, habitado por familias de trabajadores precarizados, informales o desocupados, uno más de entre los miles de conglomerados de este tipo que son los más golpeados por la extensa crisis que vive Argentina.

Faltan dos semanas para las elecciones presidenciales y nos movemos a unos tres kilómetros de este barrio. Ahora estamos a las puertas de una oficina de ANSES, el organismo público que gestiona la seguridad social en el país. Son las 7 de la mañana y una larguísima fila de personas rodea la manzana esperando que se inicie la atención. Hay mujeres y hombres; jóvenes y ancianos; madres con hijos en brazos; jubilados que cobran la mínima… y policías ordenando el tránsito.

No se trata de una postal desconocida: en plena pandemia, la imagen se repitió cada vez que el gobierno del presidente Alberto Fernández decidió pagar a la población más perjudicada un bono de emergencia, conocido como IFE, para paliar los efectos de la cuarentena obligatoria. 

Tres años después, las cientos de oficinas de ANSES desperdigadas por el territorio nacional han vuelto a llenarse de argentinos recibiendo asistencia estatal. En plena campaña electoral y ya sin pandemia a la vista, el ministro de Economía y candidato a presidente, Sergio Massa, anunció el pago de un bono de 94 mil pesos (casi 120 dólares) en dos cuotas para desempleados y trabajadores informales (que son la mitad de los adultos activos). El mismo monto se le paga a jubilados y pensionados. Y como las arcas del Estado están escuálidas, el Gobierno acude a la emisión monetaria para financiar esta ayuda, lo que —pocos dudan— alimentará aún más el descontrolado círculo vicioso de la inflación, de las más altas del mundo (hoy solo superada por la de Venezuela, Zimbabue y Líbano). 

No muy lejos de la oficina de ANSES, en un tercer piso de un edificio, golpeamos a la puerta de un departamento, flanqueada por una reja súper reforzada. Abre una mujer joven, con un manojo de llaves —una para cada una de las cuatro cerraduras—. Invita a pasar. El lugar es mínimo: solo hay espacio para dos escritorios y sus sillas. Hay una máquina contando billetes y un hombre que, ante la pregunta, responde con la cotización del día: 810. Estamos en una “cueva”, como los argentinos llamamos a los sitios donde comprar dólar “blue”. 

Acaba de salir una pareja de turistas brasileños que han dejado unos pocos dólares para llevarse un gran fajo de pesos argentinos. Ellos se han argentinizado: como todos los turistas, saben que si los cambian en el mercado oficial recibirán menos de la mitad de pesos. Y allá van, a gastarlos rápido, como hacen los propios argentinos con su moneda. Antes de que se devalúe, salen a llenar los restaurantes y bares, a poner el cartel de sold out en los conciertos y a agotar las reservas hoteleras en cada fin de semana largo. 

Es el dólar, estúpidos

Cada crisis económica en este país tiene palabras clave que persisten en la memoria. En la mía aparecen el “Rodrigazo” de los setenta, la “híper” de los ochenta, el “1 a 1” de los noventa y el “corralito” de los 2000. El último hashtag que nuestra loca economía nos legó es “dólar blue”, que no es nuevo. Hace casi una década que aparece en nuestras conversaciones; en ese período hubo tres presidentes distintos. Y ahora vamos a elegir al cuarto de esta era “blue”.  

“En 35 años Argentina será potencia mundial”, promete Javier Milei, el candidato que trae bajo el brazo la nueva palabra clave de la que nos enamoramos los argentinos (al menos el 30% que lo votó en las primarias de agosto): “dolarización”. El libertario es tanto una esperanza para esa masa desanimada de trabajadores informales (los dueños del “voto Rappi”, otro hashtag surgido en estos días) como una amenaza para quienes ven en él a un ultraderechista que llega para arrasar con sus derechos. 

Hoy, acceder al dólar en este país es una misión difícil. Primero, hay que tener ahorros, algo que muy pocos consiguen: la última medición oficial arrojó que la pobreza aumentó a 40,1%. Entonces, si alguien logró guardarse algo de dinero —que además está amenazado por la inflación, 124,4% anual—, solo puede comprar hasta 200 dólares por mes al precio oficial, que cuesta la mitad del no oficial. Esto hace florecer el mercado negro de los “arbolitos”, los individuos que ofrecen el “blue” de las “cuevas”.  

En este contexto, Milei aparece como un encantador de serpientes con su latiguillo de dolarización. “Hoy gano 100 mil pesos, voy a ganar 100 mil dólares”, razona con simpleza —y con lógica— un taxista que nos lleva por las calles de Mendoza. Lo que no sabe, porque no es economista, es que el cambio no será, como en los noventas, uno a uno. Los cálculos más optimistas de una hipotética dolarización hablan de un piso de 2.000 pesos por cada dólar, por lo que nuestro taxista ganaría algo así como 50 dólares mensuales. 

Sebastián Olivares, de 47 años, vive en Neuquén, una provincia del suroeste donde está Vaca Muerta, el segundo yacimiento de gas no convencional más grande del mundo. Como lo fue la soja, ahora esta es la esperanza de la salvación económica del país. Llega la “soberanía energética”, dice el Gobierno, y con ella —supuestamente— la independencia financiera del FMI y de todos los males externos. 

En esta tierra prometida, Sebastián —que se dedica al comercio— votó a Milei en las primarias. “Lo seguí, tenía esperanzas en él”, cuenta, pero admite que ahora se ha desilusionado: “Han saltado a la luz muchas cosas, parece que es más de lo mismo. No sé qué votar ahora…”.

Después enumera el difícil contexto en el que trabaja alguien como él, un padre de mediana edad con tres hijos. “Los comerciantes tenemos aumentos todos los meses, a veces dos o tres veces por mes”. Esos precios en alza que le pasan sus proveedores se trasladan inmediatamente al consumidor final, los clientes de Sebastián, que debe soportar las quejas cada vez que le preguntan el costo de algún producto. 

Por eso, como tantos argentinos, se enoja: “A los empresarios les sirve (la inflación), por eso todos van a votar a Massa. A los que no les sirve es a los empleados y a los jubilados, porque cobran un sueldo fijo. Porque la inflación no es lo que dicen, es mucho más: está al doble, 200 o 300 por ciento”. 

En un país donde 19 de los 46 millones de habitantes son pobres, la paradoja es que no falta dinero: los pesos sobran, porque el Banco Central se acostumbró a emitirlos para tapar la crisis. Esos billetes, que muchos llaman “papel pintado”, se diluyen bajo la inflación, un problema crónico de la Argentina. Pero no el único.

Otro es el déficit de las cuentas públicas. Han sido varias décadas de gastar más de lo que se produce, por lo que los gobiernos han acudido a sucesivos préstamos (sobre todo con el FMI) para cubrir los “números rojos” de la economía nacional. Pero la actual crisis tiene sus responsables con nombre y apellido: Cristina Fernández de Kirchner, Mauricio Macri y Alberto Fernández, los últimos presidentes. Los tres han cumplido 13 años consecutivos de déficit fiscal, que “equilibraron” con herramientas que solo contribuyeron a agravar el problema. Los Fernández apelaron a la consabida emisión monetaria; Macri, a un préstamo con el Fondo que ha convertido a Argentina en el mayor deudor mundial de ese organismo.  

Así, con pesos que nadie quiere y dólares que nadie tiene, transcurre la vida cotidiana de los argentinos. El país que hace un siglo era la séptima economía mundial, hoy navega en el caos de tener 15 tipos distintos de dólar. Y en la certidumbre de que en diciembre, cuando asuma el próximo presidente (sea quien sea), nada va a cambiar. Porque todos saben que los problemas son tan estructurales que ni la “unidad nacional” que promete el peronista Massa, ni el “plan motosierra” con el que amenaza el outsider Milei, ni el “todo o nada” que exclama la macrista Patricia Bullrich alcanzan para superarlos. 

Clase media en fuga

Desde mediados de la década del setenta, la economía argentina no ha hecho otra cosa que caer, salvo en cortos períodos. Lo peor llegó a fines de 2001, con el “corralito”, 31 muertos en las calles, cinco presidentes en una semana, el default de la deuda externa y una crisis que llevó la pobreza por encima del 50%. Y si bien ese fue el piso que permitió un rebote económico importante, también fue el origen de una resurrección que nadie quería: la de la inflación.

Tras la dolorosa devaluación post 2001 que dejó atrás el “1 a 1” de los noventas, en octubre de 2003 el dólar ya valía 2,90 pesos. Veinte años después, la divisa estadounidense cuesta 350 pesos en el mercado oficial pero trepa a 810 en el “negro”, el que todos toman como el precio real. 

Tremenda depreciación de la moneda, por supuesto, no ha sido gratuita: hoy la indigencia llega al 9,3% y casi seis de cada diez niños menores de 14 años son pobres en el país que fue granero del mundo. Y que —exageran algunos— podría alimentar a 400 millones de personas gracias a los alimentos que producen sus fértiles tierras.

Pero las puertas abiertas de la Argentina lo que hacen, más que recibir extranjeros, es expulsar a sus propios ciudadanos. Un informe del diario La Nación de julio pasado calculó que más de 370 mil argentinos (78 por día) emigraron en busca de una nueva vida después de la pandemia, lejos de las vicisitudes de una economía insólita. Son de clase media y se fueron de un país que fue modelo en Latinoamérica por —precisamente— su robusta clase media. Hijos, nietos y bisnietos de los inmigrantes que hicieron la “Argentina potencia” de principios del siglo XX ahora saturan los consulados de Italia y España buscando la salvadora ciudadanía europea que los lleve a la tierra de sus antepasados.     

La mayoría son, además, menores de 40 años. Es decir, una fuerza laboral joven, generalmente formada en las muchas y buenas universidades públicas del país. Una verdadera “fuga de cerebros” que habrá que lamentar. 

Paula Peña, de 22 años, es estudiante universitaria en Mendoza y, como muchos y muchas de su generación, no ve claro un futuro para ella en Argentina. “He pensado en emigrar —admite—. Pero no lo haría”. Dice que una amiga suya sí lo tiene en mente: “Piensa en irse a Chile”. Después, agrega: “Creo que todas (mis amigas) tienen la intención de irse a otro país si tienen la posibilidad”.  

Paula dice que votará por Patricia Bullrich, aunque no sabe si las medidas que implementaría como presidenta van a ayudar. “Ninguno de los candidatos da una propuesta concreta de cómo mejorar las cosas, la situación se ha salido de las manos”, comenta resignada. Para ella, la candidata opositora que hoy figura tercera en las encuestas parece ser el mal menor: “Si gana Milei, la situación social va a explotar. Es un voto furia, en un país normal Milei no hubiera llegado tan lejos”, dice sobre el candidato que ganó las primarias abiertas en agosto y aparece primero en los sondeos para las generales del 22 de octubre. “Siento que es inevitable que gane”, asegura. Y razones no le faltan: su hermano, de 20 años, es hoy un ferviente seguidor del libertario, que para sorpresa de muchos ha cosechado gran parte de su éxito entre los votantes más jóvenes. 

Ya ni Messi nos salva

Solo en la Argentina los ministros de Economía son igual de recordados que los presidentes. El actual es Sergio Massa, un político camaleónico, astuto y muy audaz. Tanto que logró ser el candidato a presidente por el oficialismo, en medio de una economía caótica, llena de “parches”, conducida por él mismo.   

Con la inflación por las nubes y precios que cambian a diario, junto a una pobreza récord, en cualquier país el responsable de esta debacle está condenado al fracaso electoral. Pero no en Argentina: Massa tiene chances —según las encuestas— de llegar a un balotaje contra Milei. 

Por eso reparte billetes en forma de bonos, ayuda social y recortes impositivos, mientras las alarmas de una economía exhausta se encienden alertando por una hiperinflación. Y mientras el FMI, con el que Massa firmó un acuerdo hace dos meses, le reclama un mayor ajuste y devaluación. 

Pero el bolsillo de los argentinos no soporta más ajustes: hoy, el salario mínimo aquí es de 165 dólares, el más bajo de América Latina sacando a Venezuela. Hace 20 años ese mismo sueldo era de 260 dólares, otra muestra de que todo ha ido barranca abajo.

Lo sabe bien Irma Núñez, una maestra jubilada de 85 años que vive en la ciudad de Buenos Aires, la capital del país. Ella vio pasar tantas crisis como décadas en su vida. Y si bien se reconoce “privilegiada” porque tiene su pensión, su buena salud y su familia, “veo a mis nietos que la pelean… Alquilar (una casa) es una locura, no es fácil”.

Irma no duda a quién votará el 22 de octubre: “Massa”, dice decidida. “Lo veo muy activo, le creo. A Milei lo veo muy loco, ¿cómo es esto de que va a reventar el Banco Central?”. No menciona al presidente Alberto Fernández (desde hace meses convertido en una sombra), pero sí a Néstor y Cristina Kirchner, cuyos gobiernos entre 2003 y 2015 aún son vistos por un cuarto del electorado como la última gran época del país. Aunque ese mismo kirchnerismo es señalado por el resto (mileístas y macristas) como el responsable de todos los actuales males.

Pero Irma insiste: la culpa de la inflación la tienen “estos empresarios de miércoles, que aumentan y aumentan, y el gobierno les ha soltado la cuerda. Los tipos sienten que pueden hacer lo que quieren”. Ella tiene ocho nietos, ninguno kirchnerista. “Están muy enojados, desilusionados —cuenta—. Pero yo estoy segura de que no votan a Milei. Son chicos despiertos e inteligentes, aunque la situación económica aprieta”.

En diciembre de 2022, unos cinco millones de argentinos salieron a las calles de Buenos Aires a recibir a los campeones del mundo liderados por Messi. Fue una jornada histórica y todas las crónicas resaltaron el contraste entre la inédita alegría popular en esa concentración masiva y la profunda desilusión y desesperanza que reinaba en la población debido a la situación económica. 

Casi un año después Messi vive hoy en Miami, Buenos Aires y el resto de las ciudades están plagadas de carteles electorales y los rostros de la gente ya no están pintados de celeste y blanco. Denotan una mezcla de bronca y resignación mientras ven acercarse una votación que, se anticipa, será récord de abstención en un país donde votar es obligatorio para los mayores de 18.  

Dicen que los argentinos estamos acostumbrados a las crisis, que por tantas que hemos pasado tenemos una resiliencia extra. Parece un consuelo tonto. Sobre todo para los miles que en estos días, mientras los candidatos les piden su voto, hacen fila de madrugada durante horas para ver si acceden a una ayuda del Estado en dos cuotas de solo 60 dólares. Que ni siquiera son dólares, sino pesos en billetes recién impresos que un día después ya habrán perdido parte de su valor. 

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