Héctor Chirinos, Alfredo Arguinzones y Betty Riera emprendieron el viaje de retorno a Venezuela, luego de permanecer en Colombia, Panamá y República Dominicana, respectivamente. Coinciden en afirmar que la decisión de volver al terruño estuvo marcada por episodios de tristeza y nostalgia por la familia. La economía, la edad y las dificultades para legalizar su situación migratoria pesaron también en la decisión de regresar

Para regresar a su casa en Turén, estado Portuguesa, Héctor Chirinos volvió a cruzar la frontera por La Guajira, una de las principales puertas de entrada a Colombia. Era diciembre de 2019, miércoles 18 para ser más precisos, y al recorrer otra vez las calles de Maicao, recordó que desde allí, tres largos años antes, había continuado su viaje hacia Cartagena de Indias.

El hombre de 34 años ahora volvía sobre sus pasos para reencontrarse con su esposa y sus tres hijos de 8, 10 y 12 años. Casualidades de la vida: la fecha escogida para el regreso a casa fue el Día Internacional del Migrante, elegida por las Naciones Unidas para promover el derecho a la movilidad humana.

Al otro lado del teléfono, Chirinos repasa su experiencia como migrante: atraído por su proximidad geográfica, y empujado por la imperiosa necesidad de conseguir más dinero “para darle una mejor calidad de vida a la familia”, pues las cosas no andaban bien en su terruño, decidió irse en 2016, pasaporte en mano, a Colombia.

Entonces, abandonó el trabajo como agricultor “y en lo que salía” en Turén. “Me fui con la esperanza de enviarle dinero a la familia, pero la inflación en Venezuela es tan alta que, ni ganando en dólares, puede uno costear las cosas. Siempre supe que sería difícil, pero aun así decidí emigrar”, cuenta.

Las cuentas no dan

Cartagena de Indias no deja de ser uno de los destinos del intempestivo y masivo flujo migratorio venezolano que se desparrama en Colombia. Según Migración Colombia, 48.003 venezolanos residen en este municipio, capital del departamento de Bolívar, al 31 de octubre de 2019. La cifra representa 64% del total de los venezolanos en Bolívar, siendo el décimo departamento con más población migrante venezolana en ese país.

Y a Cartagena Chirinos le dio su esfuerzo como chofer de camión en una distribuidora de pan, un trabajo que no le fue fácil conseguir, a pesar de contar con el Permiso Especial de Permanencia (PEP), documento que permite a los venezolanos estar temporalmente en Colombia en condiciones de regularidad migratoria y acceder a un empleo.

“Estuve casi tres meses desempleado después de llegar a Cartagena”, confiesa. Por fortuna, encontró abrigo durante ese trance inicial en casa de un amigo venezolano, residenciado hace ya tiempo en la ciudad. Hombre risueño, Chirinos consiguió también granjearse en el camino la amistad de nuevos amigos.

Pero a la vuelta de tres años debió renunciar a la idea de reunirse allá con la familia. Las cuentas no daban. De su trabajo de entre ocho y nueve horas diarias, de lunes a sábado, apenas ganaba el equivalente a 200 dólares mensuales, de los cuales enviaba 30 a su mujer cada 15 días. “No es suficiente lo que ganas. Pagaba servicios y arriendo. Y si traía a mis hijos, debía pagar sus estudios. No es fácil”, sostiene.


Me estaba perdiendo los mejores años de mis tres hijos. Cada vez que hablaba de ellos mi corazón se ponía triste

Héctor Chirinos

Nostalgia que entristece el corazón

Chirinos comprobó, además, que el dinero perdía su valor más rápidamente frente a la nostalgia por Valeria, Valentina y Wilker, sus tres hijos. “Me estaba perdiendo sus mejores años. Cada vez que hablaba de ellos mi corazón se ponía triste”, narra.

La tristeza fue mayor cuando un día escuchó el mensaje de voz que le envió Wilker por WhatsApp, al borde de las lágrimas: “Quisiera que te vinieras rápido. Si pudiera dejaría hasta la escuela para estar todos los días contigo”.

Con todo, Héctor Chirinos asegura que la experiencia de emigrar tuvo un lado positivo: “Afuera aprendí a valorar más a la familia”. De vuelta a Turén, trabaja otra vez la tierra, ahora al lado de su padre y tres de sus cuatro hermanos, decidido a ayudar a cambiar el rumbo del país.

El costo emocional

En su trabajo como corredor de seguros ya había notado que se avecinaban malos tiempos. Este país no sirve, solía decir Alfredo Arguinzones al final de cada día. La salvación, creyó, era irse a Panamá. Y lo hizo en las mejores condiciones: había firmado un contrato de trabajo para desempeñarse como gerente en una compañía trasnacional de seguros por 2.000 dólares mensuales.

La Organización Internacional para las Migraciones (OIM) y el Alto Comisionado para los Refugiados de la ONU (Acnur) calculan que en Panamá hay 94.596 venezolanos, de los cuales 71.677 tenían permiso de residencia para diciembre de 2019, lo que convierte a esa nación en el noveno país con más población venezolana migrante del mundo

En enero de 2015 Arguinzones hizo las maletas con el consentimiento de su esposa, también trabajadora de una trasnacional, a quien dejó junto con tres hijos adolescentes en el hogar familiar, una cómoda casa en los Altos Mirandinos. El hombre, entonces de 49 años, aspiraba a una mejor calidad de vida para su familia.

“Enviaba 300 dólares mensuales”, comenta.


No me planteé el costo emocional de emigrar sin la familia

Alfredo Arguinzones

Se acabó la fiesta

Pero la fiesta no duró mucho. Y aunque estuvo a un paso de obtener la nacionalidad panameña, al cabo de ocho meses decidió regresar a Venezuela.

La separación familiar trajo consigo episodios de tristeza, estrés e incertidumbre que castigaron sin piedad su salud. Al final, ganó casi 20 kilos y terminó sufriendo hipertensión. “Me vine casi con un preinfarto”, afirma.

Arguinzones explica que vivía en Ciudad de Panamá pendiente de cada paso que daba su familia en Venezuela. La angustia roía su corazón. “Dejé a mi esposa una carga muy superior a sus fuerzas, y no me lo decía. Nos comunicábamos todos los días, pero eso también traía problemas, porque no entendí que tenían sus horarios y dificultaba su vida normal. Yo tampoco era feliz. Mis hijos me cuestionaban y se estaban poniendo rebeldes. No me planteé el costo emocional de emigrar sin la familia”, relata.

Para colmo, el plan de llevarse a la familia a vivir a Panamá se vino al suelo, pues el deseo de mudarse a una vivienda similar a la de Venezuela y de que los hijos siguieran sus estudios se estrelló contra unos precios impagables.

“Me fui en busca de una mejor nivel de vida para mis hijos y descubrí que no tenían la posibilidad de estudiar, porque, a diferencia de Venezuela, las universidades no son gratuitas. Entonces ya todo lo demás no servía”, explica.

Su experiencia como migrante le deja una convicción: lo único que importa es ser feliz. Y hoy en día, a pesar de todo, Alfredo Arguinzones es más feliz que hace cinco años, porque, afirma, puede reinventarse, como siempre lo ha hecho, al lado de su familia, motor de su vida.


Me fui en busca de una mejor nivel de vida para mis hijos y descubrí que no tenían la posibilidad de estudiar, porque, a diferencia de Venezuela, las universidades no son gratuitas. Entonces ya todo lo demás no servía

Alfredo Arguinzones

Emigrar en la tercera edad

A Betty Riera y a su esposo, Eliseo Villasmil, los esperaba el hijo de él en Bávaro, República Dominicana. Dueño de una panadería, el joven solicitó apoyo paterno para sacar a flote el local.

Sin embargo, a los 62 años, esta farmacéutica regente de una farmacia en Punto Fijo, estado Falcón, no quería irse del país. Pero los sobresaltos y contratiempos generados por la precariedad de los servicios públicos, sobre todo del agua, vinieron a decidir su viaje. Corría octubre de 2017.

Eliseo, de grata sazón, iba de chef para preparar los desayunos; Betty, sin un empleo a la vista. “No puedo estar con los brazos cruzados; he trabajado toda la vida”, sostiene ella, y cuenta que a un mes de su llegada a Bávaro fue contratada como encargada de la panadería.

Ella recibía el equivalente a 200 dólares por su trabajo: manejaba la caja, preparaba café y hasta hacía las veces de mesonera y personal de limpieza. Él ganaba 300. Pero agotado por la exigente jornada, Eliseo dejó la cocina para repartir el pan a una serie de restaurantes.

Inicialmente ocuparon un apartamento de dos habitaciones. Subalquilaron la segunda pieza para completar el pago de la mensualidad. Luego, ambos se mudaron a un apartamento de una habitación, cuyo alquiler costaba 500 dólares mensuales. De sus bolsillos salían religiosamente 250 dólares, mientras que el hijo de Eliseo sufragaba el resto.

Al otro lado del teléfono, Riera exhibe una gracia chispeante que hace reír con facilidad a sus interlocutores. Sin embargo, cuenta que en República Dominicana hubo arrebatos de tristeza ante la nostalgia por la familia.

“Yo soy muy ‘abrazona’”, comenta y señala que allá extrañaba a los principales destinatarios de sus abrazos: su madre, de 85 años, y cuatro hermanas, todas muy unidas, además de los sobrinos.

Días de austeridad y estrecheces vivió también la pareja, pues el costo de la vida es alto en aquel país.O comíamos o veíamos televisión. Lo que sobraba era para pagar la luz y los celulares”, dice Riera, al recordar que el precio del plan de televisión por cable podía llegar a 150 dólares.


Si vas a emigrar hazlo con toda la familia, y joven, no siendo adulto mayor, porque no encuentras empleo, a menos que tengas algún conocido o a alguien allá que te mantenga; pero tampoco es fácil ser mantenido si has trabajado toda la vida

Betty Riera

Entonces ya no trabajaba en la panadería, sino como encargada de una tienda de artículos de pesca en Cap Cana, propiedad de otros venezolanos. Ganaba 320 dólares, a los que sumaba una cantidad menor, producto de un segundo trabajo que desempeñaba durante la mañana: limpiaba dos apartamentos que eran alquilados a turistas.

Poco a poco, el dueño de esos apartamentos fue recargándola de trabajo: cuando se quemaba el bombillo que alumbraba en alguno de los cuartos, por ejemplo, debía correr a reemplazarlo con dinero de su bolsillo, que era reembolsado en dos o tres semanas. “Así no me funcionaba; yo necesitaba dinero, no generar gastos. Imagina que las medicinas eran tan caras que ni unas gotas para los ojos pude enviarle a mi mamá”, apunta.

Además, la panadería del hijo de su esposo cerró en octubre de 2019, porque no resultó rentable después del aumento del alquiler del local.

“Vivíamos allá para lo justo y, en esas circunstancias, era preferible vivir para lo justo acá”, afirma.

Pero fue la condición de ilegalidad en la que se encontraban lo que empujó definitivamente a la pareja a abandonar el país. Riera subraya que cancelar el monto de 3.000 dólares para optar al permiso de trabajo y residencia era cuesta arriba, sin contar con los requisitos que impone la legislación.

Bajo el miedo de ser deportados, las calles de República Dominicana se hicieron demasiado peligrosas para Betty y Eliseo y el 25 de noviembre de 2019 se despidieron y regresaron a su casa en Punto Fijo, a pesar de todo.

“Si vas a emigrar hazlo con toda la familia, y joven, no siendo adulto mayor, porque no encuentras empleo, a menos que tengas algún conocido o a alguien allá que te mantenga; pero tampoco es fácil ser mantenido si has trabajado toda la vida”, recomienda Riera.


Son personas que decidieron irse sin un plan y acabaron en el sector informal de la economía, algunos como buhoneros; señalan que prefieren ser pobres aquí, que pobres y maltratados afuera

Gerardo González, gerente de proyectos de la encuestadora

Empujados por la desesperación

La más reciente encuesta de opinión de Consultores 21, que incluyó interrogantes sobre el fenómeno de la migración venezolana, indica que 4% de una población de 2.000 personas encuestadas afirma que sus familiares ya regresaron a Venezuela.

El estudio fue realizado entre el 25 de noviembre y el 10 de diciembre de 2019. Al profundizar en los motivos del retorno, Gerardo González, gerente de proyectos de la encuestadora, refiere dos razones fundamentales, sobre todo entre quienes regresaron de países andinos: “Nos dijeron ‘No me fue bien’ y ‘Me sentí humillado e irrespetado’”.

“Son personas que decidieron irse sin un plan y acabaron en el sector informal de la economía, algunos como buhoneros; señalan que prefieren ser pobres aquí, que pobres y maltratados afuera”, explica.

El investigador distingue otro grupo de retornados: los venezolanos que regresaron con algún ahorro para enfrentar un trance económico y evalúan volver a emigrar.

Pero las razones familiares privan entre la mayoría a la hora de regresar, destaca González. “Manifiestan que llevan dos años sin ver a la familia o se perdieron la graduación de una hija o la madre está enferma”, aclara.

El gobierno de Nicolás Maduro adelanta un plan de retorno denominado Vuelta a la Patria, cuyas cifras ubican en 16.464 el número de venezolanos que ha regresado al país hasta la fecha. Es, sin embargo, un saldo que palidece frente a las cifras de la OIM y Acnur, que muestran un salto de 695.551 a 4.769.498 en el número de personas que ha dejado forzosamente Venezuela entre 2015 y 2019.

Rina Mazuera, responsable del Decanato de Investigación y Postgrado de la Universidad Católica del Táchira (Ucat), constata semanalmente in situ que la salida de venezolanos por vía terrestre, a través de la frontera del Táchira con Norte de Santander, sigue en aumento, en contraste con el número de criollos que decide regresar para quedarse definitivamente.

Interrogada sobre las razones del fenómeno de la reemigración o migración de retorno venezolana, Mazuera reflexiona: “El de los venezolanos no ha sido un proyecto migratorio planificado, sino empujado por la desesperación”.


El de los venezolanos no ha sido un proyecto migratorio planificado, sino empujado por la desesperación

Rina Mazuera, investigadora del Observatorio Venezolano de Migración

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