Las precariedades de las condiciones de vida de las familias venezolanas, la caída constante del poder adquisitivo, la conflictividad sociopolítica y las fallas de los servicios básicos se traducen en el miedo y la incertidumbre de jóvenes que siguen luchando por alcanzar sus metas: graduarse de la universidad 

Estudiar en una universidad venezolana, privada o pública, implica sobreponerse a diario a una economía fracturada que compromete derechos humanos fundamentales como la alimentación y la salud. A eso se le suman las fallas constantes de servicios básicos, las deficiencias del transporte público y los problemas con la conexión a Internet.

En muchos casos, los horarios de las clases y las dificultades para movilizarse impiden trabajar y estudiar y se vuelven recurrente el miedo, la frustración y la incertidumbre acerca de un mejor futuro.

Como las historias de este reportaje, que hablan de una generación que intenta alcanzar sus metas en una carrera con cada vez más obstáculos. Aunque el mundo enfrenta una pandemia, el confinamiento por el COVID-19, solo se suma a las dificultades en Venezuela. Estudiar, leer, escribir, practicar o presentar un parcial son las menores de las pruebas en una realidad como la venezolana. 

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Aunque los protagonistas admiten sentir que van contra corriente, se refugian en la idea de orgullecer a sus familias, de llegar al día de la graduación, de lograr sus sueños, de seguir haciendo lo que les apasiona y de saberse más fuerte que lo que les tocó vivir. 

El Pitazo te cuenta cómo es estudiar en Venezuela, desde las voces de jóvenes de tres universidades con características y necesidades diferentes.

Sermara y Faviola Avilán
Lo más difícil es no saber cuándo la vida será mejor

Sermara y Faviola Avilán son primas y estudian Antropología y Sociología en la Universidad Central de Venezuela (UCV). Para ambas hay tres cosas que pesan muchísimo: sentir que son una carga para su familia, pensar que todo puede derrumbarse cuando estén más cerca de la meta y que, en este país, los sueños parecen más difíciles de alcanzar. Pero todas se resumen en la incertidumbre que genera no saber cuándo la vida será mejor. 

Aunque la UCV es pública y no implica gastos de escolaridad semestral, no es gratuita. Las fallas de los servicios básicos, la caída constante del poder adquisitivo y la imposibilidad de trabajar porque el horario de las clases no se adapta a las demandas del mercado laboral pasan factura mes tras mes y Faviola asegura que el mayor impacto es el emocional: “Vives en constante estrés. (…) La misma situación te vuelve conformista, volátil, apática y es difícil”.

Antes de la cuarentena por la pandemia, Faviola y Sermara salían de su casa en la parroquia Sucre a las 5:40 am para poder llegar a sus clases de las 7:00 am. Un retraso de 10 minutos podía significar perder toda la mañana. Depender únicamente del Metro de Caracas por no tener dinero para transporte terrestre juega en su contra. 


Vives en constante estrés. (…) La misma situación te vuelve conformista, volátil, apática y es difícil

Faviola Avilán, estudiante de la Universidad Central de Venezuela

Con las fallas en el comedor de la universidad, ellas prefieren llevar sus almuerzos. Solo un par de días a la semana pueden llevar un poco de proteína, pero generalmente comen algún carbohidrato con muchos vegetales. No tienen posibilidad de gastar dinero en una merienda. “A veces no tenemos ni para comprar un lápiz”, dice Sermara. Tampoco pueden comprar libros o guías de estudio. Saben que muchos de sus compañeros están en peor situación y no comen en todo el día. 

El déficit de profesores también ha ocasionado retrasos en sus estudios. Faviola está en sexto semestre, aunque debería estar cursando noveno. Valora el esfuerzo de los docentes que siguen en el país a pesar de las dificultades que supone el trabajo y los salarios insuficientes. 

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Admiten que no se rinden porque su familia hace un esfuerzo por apoyarlas y ellas esperan poder retribuir eso. Cuando se les pregunta en qué piensan para poder seguir adelante, no lo dudan. Sermara afirma: “Me quiero graduar porque es una de mis metas. Quiero lograrlo, tener mi estabilidad”. Faviola coincide y agrega: “Pienso en el orgullo que sentirá mi mamá y que dirá que le costó, que se esforzó, pero su hija lo logró”.

YIMBERT MUÑOZ
Cuando la carrera significa más obstáculos que recompensas

Yimbert Muñoz es estudiante de Canto Lírico en la Universidad Nacional Experimental de las Artes (Unearte) y debió graduarse en 2018. Luego de seis años en una carrera que, en teoría, dura cuatro, sigue sin saber cuándo podrá terminar la carga académica. “No he conocido a la primera persona que se haya graduado en el tiempo que es, por muy buena que sea”, dice. 

Admite sentirse muy desmotivado y su único impulso sigue siendo hacer música de la que le gusta, de la que le apasiona, y tener la oportunidad de aprender; pero ya no siente la universidad como ese lugar en el que amaba estar. 

En 2016 comenzó la debacle. Antes de ese año, el sistema de transporte de la institución le permitía llegar hasta la sede ubicada en Sartenejas, muy cerca de la Universidad Simón Bolívar. También contaba con almuerzos variados cada día: proteínas animales y legumbres, carbohidratos, vegetales y jugos naturales. Cuando el comedor comenzó a fallar, él se llevaba sus alimentos cuando podía, cuando no, aguantaba el hambre y comía al final del día cuando llegaba a casa. 


El tema político no se toca porque hay profesores chavistas y si dices algo, olvídate de que pasaste la materia

Yimbert Muñoz, estudiante de la Universidad Nacional Experimental de las Artes

Para él, lo más agotador es tener que viajar a diario desde Guarenas, en el estado Miranda, hasta Caracas. Salía de su casa a las 5:00 am y llegaba luego de las 6:00 pm. Semanalmente gasta cerca 1,50 dólares, lo que al final de mes, si Yimbert estuviera estudiando de forma presencial, sumarían 1.800.000 bolívares. Frente a un salario mínimo integral de 800.000.

La Unearte, como lo cuenta Yimbert, tiene muchas deficiencias que afectan el rendimiento de los estudiantes. La principal: el déficit de educadores. Por ejemplo, él se retrasó tres semestres porque no tenía profesor de canto lírico. “Mi profesor se fue a mitad de semestre y en eso perdí mucho tiempo mientras conseguía otro y, al final, terminas viendo una clase por semana cuando lo ideal es que sean tres o cuatro para poder practicar y avanzar”, asegura. 

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Además, la institución se vuelve un espacio hostil para quienes denuncian o manifiestan su rechazo hacia el partido de gobierno. “El tema político no se toca porque hay profesores chavistas y si dices algo, olvídate de que pasaste la materia”. Yimbert insiste en que lo que desea es, por fin, terminar con la universidad. “¿Qué me mantiene motivado? Créeme que la universidad no es”, dice. 

Minerva Harringthon
La universidad se convirtió en su refugio

Minerva Harringthon viene de una familia de siete hermanas y una madre que no para de luchar. Para poder hablar de lo que significa estudiar en Venezuela, ella necesita explicar cómo ha sido su vida. El punto de partida, no lo duda, fue la muerte de su padre en el 2009 cuando la mayor de todas tenía apenas 15 años. Su abuela, su madrina y otros familiares ayudaron a sostener el hogar y, aunque ahora lo cuenta en calma, ella asegura que ha tenido muchos días oscuros. 

Estudia noveno semestre de Comunicación Social en la Universidad Católica Andrés Bello (Ucab) y admite sentirse afortunada: “He recibido demasiada ayuda y motivación de mi mamá, de mis hermanas que están ahí echándole ganas y trabajando por las que seguimos para que también podamos lograrlo. Estoy becada (al 100%) en una universidad buenísima, que me ha brindado oportunidades, me hizo conocer lo que es mi pasión: el teatro. Además, me encanta mi carrera”.


Me siento afortunada porque siempre he recibido ayuda para continuar, de todas las personas que conozco y de la universidad

Minerva Harringthon, estudiante de la Universidad Católica Andrés Bello

La lista de experiencias que han logrado que Minerva se quiebre, cuenta, es muy larga. Por ejemplo, recuerda todas las veces que ha tenido que bañarse en la universidad por la falta de agua en Guatire, ciudad en la que vive; todas las noches de desvelo para poder estudiar, porque la mitad del día se le va en colas para el transporte; todas las guías de estudio que fotografió o copió manualmente porque nunca pudo comprarlas; todos los días en los que se sintió disminuida por no poder tener unos zapatos o ropa bonitos; todas las horas que ha pasado en los laboratorios de la institución porque no ha tenido internet en casa en cinco años; los 13 kilos que perdió durante el primer año de la carrera, producto de la caída del poder adquisitivo y la hiperinflación. 

“Soy de la generación que estudió durante las protestas (de 2017), el gran apagón y la pandemia. Me siento afortunada porque siempre he recibido ayuda para continuar, de todas las personas que conozco y de la universidad. Pero he llorado mucho y me he sudado ese título como no tienes idea, o al menos así lo siento yo”. Saber que la Ucab es su casa, su lugar seguro, su refugio, la hace deshacerse de la idea de rendirse o de emigrar sin haber terminado la carrera. Minerva, que siempre está sonriente, no duda en afirmar: “Estudiar en Venezuela es sinónimo de tener muchas ganas de vivir, porque nada te lo pone fácil”. 

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