Más de 4.000 venezolanos habitan en la primera localidad fronteriza del Brasil. Provienen, en su mayoría, del oriente de su país. Allí, en ese sitio, que siempre fue solitario y de camino, donde el empleo es escaso y los servicios deficientes, los mantiene el anhelo de volver a casa y de reencontrarse con sus afectos

Por: Morelia Morillo Ramos | @moreliamorillo

Se llama Villa Esperanza y está apenas a 700 metros de Venezuela. Se encuentra a un costado, hacia abajo, de la calle Julia M. de Albuquerque, en Pacaraima, la localidad brasileña en la frontera. En esas 44 barracas –de metal, plástico, cartón y tablas, techadas con zinc o asbesto–, sobre un declive arcilloso, viven 53 familias venezolanas. El barrio colinda con Jonokoida, el campamento de los indígenas warao, habitantes originarios del Delta del Orinoco, Venezuela.

Deiry Campos (37), baja por una escalinata de escombros de cemento, cruza sobre un puente de listoncitos de madera y camina entre las casas sin pisar el canal superficial que lleva las aguas servidas hasta el riachuelo. Vive en la parte alta. La casa blanca se ve desde la calle.

Deiry viene de Valencia, estado Carabobo. Ella y su familia son una excepción entre los habitantes de esta frontera que provienen, en su mayoría, de los estados Anzoátegui, Sucre y Bolívar conectados por la troncal 10 a este lugar amazónico. De Barcelona o Anaco (en Anzoátegui) a Santa Elena hay 962 y 875 kilómetros, pero estos se recorren en un mismo autobús en 15, 18, 20 o 24 horas, dependiendo de las condiciones de la carretera y por un pago único de 50 dólares. A Pacaraima se llega en un taxi por 3 dólares más.

“Yo quisiera irme a mi casa, a Venezuela, pero a veces me detengo porque me digo: ‘qué voy a hacer a Venezuela sola’. Aquí hay más posibilidad, mis hijos pueden tal vez alimentarse, tienen derecho al estudio, uno va al puesto de salud y te dan el remedio”, expresa. Es madre de cuatro hijos, de 10, 14, 16 y 19 años, y abuela de una bebé brasileña.

Los nuevos pobladores de Pacaraima son parte de una migración forzada. Salieron de Venezuela porque no les alcanzaba el sueldo de un mes para comer ni siquiera una semana, porque no tenían acceso a una consulta médica ni podían costear medicinas o porque la violencia los sacó de sus casas. Salieron –y siguen saliendo– por hambre y con miedo. Son personas con necesidad de protección internacional, para quienes es vital la regularización y el amparo, en palabras de la investigadora de la Universidad Católica Andrés Bello (Ucab) y defensora de derechos humanos, Ligia Bolívar. Nada más en Brasil hay 365.387 venezolanos, según el registro de la Plataforma de Coordinación Interagencial para Refugiados y Migrantes de Venezuela (R4V) actualizado en septiembre 2022.

Antes de que en Venezuela ocurriera la crisis, ese clímax del caos casi apocalíptico, en Pacaraima (Brasil) habitaba la desolación. Durante la sequía, a media tarde, los remolinos de polvo andaban por la avenida Brasil sin toparse con nadie. Ahora, en este lugar viven 4.458 venezolanos, según el cálculo realizado a partir de los registros del Instituto Brasilero de Geografía (Ibge) y de la Organización Internacional de Migraciones (OIM).

Se quedan, apenas traspasada la frontera, en un lugar que siempre ha sido de paso, en donde las posibilidades de emplearse son pocas –solo 5,82% de la población tenía un empleo formal en 2021, según el Ibge– y los servicios básicos precarios porque en el norte de Brasil, a metros de Venezuela, su deseo de volver encuentra certeza y porque lo poco que consiguen en asistencia social, sea un ticket de alimentación o una tarjeta de salud les garantiza lo mínimo indispensable: comer y curarse.

El Lugar Guayana

Separados por 15 kilómetros de carretera, Santa Elena de Uairén (Venezuela) y Pacaraima (Brasil) son pequeños centros urbanos fundados dentro de vastos territorios indígenas, rodeados por sabanas, bosques y morichales, atravesados por ríos y riachuelos. Son ciudades espejo en cuyos reflejos surge un espacio común que no admite fronteras, un “entre lugar” –en el que no se es ni de aquí ni de allá– al que la investigadora de la Universidad Federal de Roraima, Francilene Rodrigues, llama “Lugar Guayana”.

“Las líneas divisorias entre los países crean amplios espacios sociales, donde los tránsitos son cotidianos, los contactos son intensos y las identidades nacionales se deslizan”, describe en Nacionalidade no pensamento social brasileiro e venezuelano e o lugar Guayana.

En el “Lugar Guayana” se habla “portuñol”. De lunes a viernes, tres veces por día, 10 transportes escolares recorren la prolongación de la troncal 10, que une a Santa Elena y Pacaraima, rumbo a las escuelas brasileñas y de regreso. Se procura la asistencia médica pública en Pacaraima y se consulta a los especialistas privados en Santa Elena. Antes se usaba el bolívar y ahora el real. Tres líneas de taxis venezolanas canalizan el flujo constante entre ambos lados de la frontera, de 6:00 a.m. a 8:00 p.m., los siete días de la semana. El pasaje tiene un valor de 3 dólares. Se come churrasco, casabe y farinha, una harina de yuca granulada. Se brinda con caña, con ron o cachaça.

El primer motivo expresado por los venezolanos para quedarse en Pacaraima es “estar cerca de Venezuela”, las otras dos razones son: “toda la familia vive ya en Pacaraima” y “por la mala situación”, según los hallazgos de Sandra Trinidade da Paz descritos en Desafios da Gestão de Recursos Naturais a Partir da Ocupação Venezuelana em Pacaraima-Brasil-Venezuela, quien abordó a 380 familias en 12 ocupaciones espontáneas.

“Lo bueno aquí es que estoy cerquita de la frontera, para regresar es un saltico”, dice María Gabriela López (18), proveniente de El Pao (Bolívar) y habitante de Villa Nova, otra de las ocupaciones de venezolanos en Pacaraima. Aunque esto no implique inmediatez, siente que está a un paso de lo que dejó, de abrazar a quien más extraña: a su mamá; de la posibilidad de volver, de ese “estar aquí y sentir esto” que expresa Lisbeth Urbina (52), este lunes 10 de octubre de 2022, después de compartir un rato con sus vecinos de toda una vida en Santa Elena.

“El arraigo o apego se relaciona con el complejo vínculo que une a las personas con espacios y lugares cargados de significado en sus múltiples dimensiones”, explica Entre el arraigo y la decisión de migrar, de Catholic Relief Services. Son dos fuerzas que tiran en sentidos contrarios sobre los venezolanos asentados en el “Lugar Guayana”.

Esperanza en riesgo

Sobre los habitantes de Villa Esperanza pende una solicitud de desalojo de parte del Ministerio Público Federal, un proceso detenido, temporalmente, por la Defensoría Pública de la Unión (DPU), con la advertencia de que, si la mayoría decide no desalojar “sabiéndose en riesgo, las autoridades no se van a hacer responsables”, expresa Deiry, como lideresa de la comunidad. Ella debe elaborar un informe. Dice que su portugués “está bien”, pero no como para escribir.

Asegura que la mayoría de los que allí habitan compraron el terreno, empezando por su papá que es pastor evangélico y fundador del barrio. La compra de Deiry fue firmada por su hermano Ismael Campos. Ella explica que, con autorización, actuó como intermediario del propietario, un concejal.

Villa Esperanza es una de las 15 ocupaciones espontáneas de venezolanos en la ciudad, según el Informe Población Venezolana Refugiada y Migrante Fuera de los Abrigos en Pacaraima (junio, 2022). La mayoría de los barrios está en áreas de sabana, boscosas o conucos, en donde las casas se alternan con plantas de plátano, cambur, mangos, guamas, lechosas y copoazú, un fruto amazónico conocido como “el cacao blanco”. 1.827 venezolanos residen en esos sitios. 472 hombres, 508 mujeres, 443 niños y 404 niñas, la mayoría entre cinco y 11 años.

El informe expresa que 22% de los hombres y 57% de las mujeres están inactivos. En Villa Esperanza, las carruchas paradas, la ropa recién lavada y colgada por todas partes y los adultos en casa un día de semana dan cuenta de la situación. 97% desea seguir en Pacaraima.

«Carruchar», llevar mercancías, materiales o muebles en una carrucha, es uno de los oficios de frontera de los que participan los venezolanos | M. Morillo

“Aquí la mayoría es puro tigrito, como dicen. Salen a carruchar –a llevar mercancías, materiales de construcción o muebles de un lado a otro en carruchas–, algunas madres van y lavan ropa, otras limpian, pero no hay un trabajo como tal. Porque tú sabes que el brasileño, sea como sea, siempre es un poco desconfiado”, explica. Pero lo cierto es que en Pacaraima el empleo es escaso, no más de seis de cada 100 personas estaban empleadas en 2021, según Ibge.

Para quienes no logran trabajar en los comercios, en las instituciones municipales, en las agencias de Naciones Unidas (ONU) o en las ONG que hacen parte de la Operación Acogida solo queda ganarse la vida en la calle ofreciéndoles algún servicio a sus pares venezolanos o a los comerciantes que vienen de Santa Elena o de las zonas mineras.

Deiry recibía la Bolsa Familia, un programa del gobierno federal brasileño que facilitaba dinero a las familias pobres. En pandemia pasó a cobrar el Auxilio de Emergencia, 120 dólares mensuales, y, hasta el 5 de octubre de 2022, el ticket de alimentación de la Agencia Adventista de Desarrollo y Recursos Asistenciales (Adra) de 100 dólares. En cuanto recibe el Auxilio compra el gas ($27), paga la electricidad ($12), que comparte con las otras 13 familias dependientes del poste de la parte alta de la Villa Esperanza, y con el restante ($81) compra comida. “Yo eso lo alaaargo”.

No ha podido llevar a su hijo menor, diagnosticado con incontinencia fecal, a que sea atendido por un gastroenterólogo en Boa Vista, pues en Pacaraima no hay médicos de la especialidad. Pregunta sí hay en Santa Elena, que está apenas a 15 kilómetros de distancia. Para dolencias comunes cuenta con el Sistema Único de Salud (SUS), que garantiza atención médica para todo ciudadano que viva en Brasil.

En la Unidad de Referencia de la Familia, la funcionaria encargada de la recepción dijo, en septiembre de 2022, que 95% de los pacientes que llegan por medicina general u odontología son venezolanos, algunos residentes de Santa Elena, quienes pueden gestionar la tarjeta SUS.

“Ella (19) estudia, ya se va a graduar en noviembre”, expresa Deiry, viendo pasar a su hija mayor. Cursa sexto año en el programa de Educación de Jóvenes y Adultos (EJA). Quiere ser Policía Federal (PF); es un sueño recurrente entre los niños y niñas venezolanos de la frontera. Pero le han dicho que solo admiten a brasileños. “Tal vez, estudie otra cosa”, expresa la mamá. La llena de esperanza imaginar a su hija mayor graduarse en la universidad.

En la red municipal, que abarca a las escuelas de enseñanza preescolar, primaria y Educación Jóvenes y Adultos (EJA) hay 3.850 estudiantes (Censo Escolar 2022, de la Secretaría de Educación), de los cuales 1.583 son migrantes, casi todos venezolanos, aproximadamente 750 residentes de Santa Elena, 513 de Pacaraima, 120 indígenas warao del campamento Janokoida y 200 pemón taurepán refugiados en la Tierra Indígena de San Marcos.

Selma Campos, de la coordinación de Asuntos Migratorios de la Secretaría de Educación de Pacaraima, explicó que trabajan en prevención de la discriminación, a través de los recreos dirigidos con profesores bilingües y comunicación en tres idiomas.

En el Colegio Estadual Militarizado “Cícero Vieira Neto”, que atiende a los estudiantes de bachillerato, hay 1.560 estudiantes, 890 son extranjeros. La mitad de los venezolanos reside en Santa Elena. Vio Scott (18) de tercer año de Educación Media contó que, en su sección, en donde solo hay venezolanos, entre los compañeros hablan español y con los profesores portugués. Todos los estudiantes tratan de no reírse de la pronunciación de los nuevos.

ROSTROS DE FRONTERA

Es viernes 30 de septiembre de 2022, dos mujeres mayores, una joven y un bebé salen de la casa contigua al Restaurante Nossa Senhora del Valle, escrito en portuñol. “Alquilamos una habitación, por diarias, a 3 dólares por persona. Si son más de cinco pagan 10 dólares. Lo hacemos para ayudarnos con los servicios. Por electricidad pagamos de 50 a 60 dólares; de alquiler 400 dólares y entre 6 y 10 dólares por el agua. Solo recibimos a conocidos”, cuenta Nohely Betancourt (38), mientras sirve café para todas. Vienen del estado Sucre. Están gestionando su residencia temporal.

Nohely y Vanessa Castillo (45) son pareja desde hace casi dos décadas. En el Nossa Senhora, Vanessa cocina y Nohely amasa y da forma a las empanadas y arepas, prepara las viandas y atiende el restaurante. Vanessa lleva colgada en su cuello una silueta en acero de la patrona del oriente venezolano costero e insular, Nuestra Señora del Valle.

Las mujeres sacan dos cavas de empanadas todos los días, a las 4:30 y 5:30 a.m. Los rellenos huelen a mar: pescado, pepitona, mejillón. A Venezuela: dominó (caraotas con queso), pabellón, plátano con queso. A Brasil: calabresa (un embutido). Hace un año, ellas hospedaron a Judith porque no tenía trabajo ni techo y hace poco, Judith le tendió la mano a otra mujer, la red de solidaridad crece y funciona. Entre las dos venden empanadas en “las carpas” de la Operación Acogida, el programa del Gobierno Brasileño y las Naciones Unidas (ONU) para auxiliar a los migrantes venezolanos, un campo cubierto de toldos blancos.

A partir de las 10:00 am, del Nossa Senhora comienzan a salir almuerzos. Este 17 de octubre hay pollo guisado con arroz blanco, ensalada rallada y tajadas. También pollo a la broaster con arroz tipo chop suey. “Las ayudamos con la mercancía y ellas se quedan con la ganancia”, con el valor adicional sobre las viandas, que en el restaurante tienen precio fijo. “A mucha gente la hemos ayudado así. Si en la noche queda comida, la regalamos en la calle”, cuenta Nohely.

Nohely y Vanessa son de Anaco, estado Anzoátegui. Fueron a la frontera luego de que su restaurante, Delicias Nuestra Señora del Valle, empezó a dar pérdidas. Se dedicaron entonces a la venta de papelería, ropa usada y quincallería en los pueblos mineros Las Claritas y el Kilómetro 88, siempre del lado venezolano. Llegaban hasta Santa Elena y solo cruzaron la frontera, en 2018, cuando la venta tampoco alcanzó para pagar las deudas. “Varias veces nos trajimos a Tatiana (su hija) que todavía estaba pequeña”, cuenta Nohely. Ahora, en 2022, Tatiana tiene 17 años y una bebé de uno, Celeste María, nacida en Pacaraima. “Aquí, vamos para cuatro años, pasamos un año yendo y viniendo. Nos quedamos porque ya no había manera de vender, de subsistir”, recuerda Nohely.

En febrero de 2019, el Gobierno venezolano bloqueó durante tres meses el tránsito por la Aduana Ecológica de Santa Elena de Uairén para impedir el ingreso de una carga de ayuda humanitaria proveniente de Brasil que consideró una violación a la soberanía.

Por eso, Nohely y Vanessa entraron a Pacaraima por una pica indígena. Llegaron con medio paquete de harina, maíz y nueve cigarrillos. Lo demás lo perdieron en el barrial y el dinero se lo pagaron al “trochero”, al hombre que las guío durante horas de caminata por la trocha, la vía alternativa. Llovía.

Vivieron en la calle tres meses. Vanessa recogía latas, que vendía, y cartones que usaba como leña para cocinar café, bollitos y cotufas que ofrecía en las afueras de las carpas de la ONU. Si pasaban la noche del lado brasileño, a veces las echaba la Policía Federal (PF); si llovía, se iban al techo de la Aduana, en el lado venezolano, y a veces las sacaba la Guardia Nacional Bolivariana (GNB). Viviendo en la calle decían que eran primas “porque había un malandreo de padre y señor nuestro”. Después, entraron a la Casa Ame, un abrigo para mujeres y niños.

En la Pastoral del Migrante conocieron a la hermana Ana María da Silva, de la Congregación de San José de Chamberry, una organización religiosa formada por mujeres que dan fe de su amor a Dios a través de la enseñanza y el servicio. Ella les prestó 6 dólares. Compraron un termo, café y vasitos. Una semana después, cuando fueron a pagarle, la religiosa les dijo que reinvirtieran y así una y otra vez. Fue ella quien las puso en contacto con Cáritas de Brasil y, junto a otras cuatro familias venezolanas, recibieron –mediante un préstamo– la dotación de su primer local. Lo llamaron La Arepería. Dos de las cinco familias se interiorizaron, mediante el programa de la Organización Internacional de las Migraciones (OIM) que facilita la posibilidad de viajar gratuitamente desde los estados de Roraima y Amazonas, y residenciarse en otra entidad. Las otras dos familias se retiraron del proyecto. Nohely y Vanessa continuaron trabajando y pagando el préstamo por el equipamiento. Vivían en la parte trasera del local.

En pandemia, una venezolana, a quien ingresaron como socia de la Arepería, intentó desprestigiarlas con la hermana María, le dijo que eran lesbianas. La hermana les sugirió que se casaran. En Brasil, las parejas de un mismo sexo pueden constituir uniones estables. Se casaron el 26 de junio de 2020. Por las restricciones impuestas contra la proliferación del COVID-19, lo hicieron a través de una videollamada. Por esa fecha, alquilaron la casa de cuatro habitaciones y el local frontal en donde alguna vez funcionó la Casa Ame. Se les hizo difícil alquilar, “porque decían que los venezolanos no pagábamos”. Pero la monja sirvió de intermediaria. Allí funciona ahora su restaurante. “Ya estamos sembradas aquí, en Pacaraima. Más adentro (de Brasil) tendríamos que comenzar de cero”, dice Nohely.

Corre el último día de septiembre 2022. Al otro lado de la calle Ester de Oliveira Seabrá, Romel Cueto limpia el Rustic Restaurante. Aún no abre. Carolina, su compañera, y una amiga, administradora, exempleada de un banco en Santa Elena, sacan cuentas. Un chico sale y entra con compras. El chico es de Upata, una ciudad agropecuaria cercana a Ciudad Guayana.

Romel tenía un bar restaurante en Santa Elena. Era el sitio de moda en la calle de Los Turistas. Servía comida, tragos, ponía reggae y rock en español. Salió del país en 2014 porque se divorció. Se fue a Boa Vista, a 230 kilómetros. No se le dificultó adaptarse porque ya hablaba portugués. Consiguió emplearse en el restaurante de la Universidad Federal de Roraima (UFRr). A diario, preparaba carnes para 1.000 personas que celebraban su sazón. Todo iba bien, pero, hace cuatro años, decidió instalarse en Pacaraima para estar cerca de sus hijos.

Todos sus empleados son venezolanos. Dos de los que pasaron por el Rustic le contaron que, en algún momento, tuvieron contacto con el crimen, uno con las bandas del sur minero, los sindicatos; otro traficó mercancías y personas por las trochas. Pero los dos decidieron cambiar y salieron del país. “Yo no juzgo a nadie por lo que hizo hace años”, dice.

De Pacaraima le gustan el clima y la seguridad, pero le preocupa que las ventas sean fluctuantes. Sus clientes son empleados de instituciones públicas del Estado, de las agencias de la ONU y las Organizaciones No Gubernamentales (ONG) que integran la Operación Acogida, incluso algunos de sus asiduos de Santa Elena. Por eso está acondicionando un local, del otro lado de la frontera. “Está más seguro ahora para trabajar allá”, dice.

El Rustic está en una colina, desde donde se puede avistar buena parte de Pacaraima. “Esta es mi tierra, la sabana, yo puedo estar aquí o allá, en Santa Elena”.

Sentada al frente de la casa en donde vive, en el sector Suapí, una vivienda sin friso, piso en obra, techada en asbesto, con una limitada instalación eléctrica y sin conexión directa a la red de agua, Nathalia Ríos (31) está a escasos metros de Venezuela. Arriba, al voltear hacia la colina, se ven los hitos que separan a ambas naciones. Su nombre es una combinación de cuño familiar, algo muy venezolano, pero quiso resguardarlo en el instante en que reveló la razón por la que partió de su pueblo: “Mis hijitos estaban desnutridos”. Tiene tres hijos, dos niñas, de 14 y 11 años, y un niño de 7.

Desde hace un año, está desempleada. “Por los momentos, no hemos pasado hambre, que es lo importante”, agradece. Su marido lidera una cuadrilla de caleteros en Santa Elena. Su trabajo transcurre entre fronteras. Los mayoristas –en su mayoría asiáticos– pagan entre 40 y 50 dólares por cargas que deben trasladar en hombros unos siete o 10 hombres. A cada uno le quedan 5 dólares o menos. Harina de trigo, aceite, azúcar, margarina, pasta y detergentes, entre otros productos, son parte de la mercancía que llevan a cuestas hacia los camiones. Un buen día mueven tres gandolas, uno malo, ninguna

“Uno quisiera estar en su pueblo, pero la necesidad no nos deja”, expresa Nathalia dejando ver una contrariedad común en los venezolanos que habitan esta frontera: el querer volver, pero no poder hacerlo. Vivir entre el arraigo y la determinación de migrar. Este año, ella dejó a sus hijos con el papá y volvió a Anzoátegui a vender una mercancía. Por el costo de su estadía, no regresó en los días previstos. Tardó seis meses.

Hasta agosto de 2022, ella ni siquiera pensaba interiorizarse. “Pasar trabajo con los niños es muy bravo (…) Hay gente que se va lejos, pero no todo el mundo tiene la suerte”, dijo. En septiembre de 2022 estaba pensando en la posibilidad de ir a Paraná, al sur de Brasil.

María Gabriela López (18) y su familia viven en una casa de paredes de plástico, techo de zinc y piso de tierra en Villa Nueva, al noreste de la ciudad. Son de la vía de El Pao, cerca de San Félix, la urbe de residencia de los obreros del complejo de industrias básicas de Ciudad Guayana, estado Bolívar. Pero quienes aún están en esos campos, cuenta María Gabriela, sobreviven gracias a las cosechas de yuca.

“Yo, cuando salí de Venezuela, me vine sin pensarlo, porque aquí ya estaba mi suegra”. Tenía 15 años, estaba embarazada del mayor de sus dos niños. “En Venezuela, mi esposo lo que ganaba no daba para sustentarse, para medio comer, ni una semana. Yo iba y compraba un arroz y mañana ya estaba en otro precio”, recuerda.

En Pacaraima, su marido tiene dos diarias a la semana ($16 por día) en el abrigo. El resto de los días procura roças, como se le llama a la limpieza de patios. En una oportunidad, ella hizo algunas diarias lavando la ropa de los militares que trabajan con la Operación Acogida ($12 por día) y tiene una tarjeta de Agencia Adventista de Desarrollo y Recursos Asistenciales (Adra). La compra le dura semana y media. “No alcanza así, como tal”. Pero compró su cocina y bombona de gas. Una importante mejoría porque en Venezuela cocinaba con leña.

“Lo bueno aquí es que estoy cerquita de la frontera, para regresarme es un saltico”, dice. María Gabriela extraña mucho a su mamá. No la ve desde hace casi tres años, cuando fue a llevarle a su hijo mayor recién nacido. “Quién no extraña a Venezuela”, sonríe. “En portugués, entiendo y hablo algunas palabras, pero así, que lo voy a hablar como ellos, no”.

Son las 3.00 a.m., Jujendry Rangel (29) se levanta, calienta agua, cuela café y sale a vender los dos primeros termos, entre quienes se enfilan para hacer documentos. Vive cerca, alquila una habitación. El tercero lo vende en la esquina de la calle Antônio Seabra con Avenida Brasil, ya con su bebé de tres meses en brazos. Al lado de su banquito, coloca otro con el termo, una caja de cigarros, un yesquero y un envase de chimó, tabaco de mascar.

Antes, solo los campesinos, en los pueblos venezolanos, comían chimó. Ahora los jóvenes lo mastican. Disminuye el hambre y la fatiga. En Pacaraima, incluso los supermercados más grandes venden el chimó venezolano, el de los envases circulares, azules y amarillos.

Jujendry es de Barcelona, estado Anzoátegui, en el oriente costero. Tiene tres hijos de 10, siete y un bebé de meses. Nació en Boa Vista. La familia vivió allá dos años. Se mudaron a Pacaraima porque su esposo trabaja con una compañía de pintura contratista del gobierno local. Por día le pagan 16 dólares. “Aquí estamos más cerca de Venezuela, lo mismo allá (Venezuela) que aquí. Hay que trabajar para comer”, analiza.

En estos dos años no ha ido a Venezuela, lo extraña todo: papá, mamá, hermanos, abuelos, suegros, la playa, los ríos, los sabores, “que aquí se paga todo y allá nada”, el idioma. “Entiendo y hablo lo esencial. Los niños están en la escuela, ellos sí hablan y escriben”.

A mediados de agosto 2022, Nérida Itanare (76) desteje un chinchorro, para armar uno más grande. En cada pieza invierte de 15 a 20 días. Los vende en $40. No vende mucho. También hace moñeras, blusas, faldas, bufandas y tapetes. Al llegar a Pacaraima, en 2019, salió a buscar empleo, cocinando, lavando, planchando, pero una mujer brasileña le dijo que lo olvidara, que en Brasil está prohibido emplear a personas mayores, que descansara.

Es sábado, ya casi mediodía, las Itanare se quedan sin gas. Les faltan 5 dólares para completar el pago de la bombona de 13 kilos. Hacen las arepas del desayuno en casa de una vecina, también venezolana, pero entonces el gas también se acaba. Para almorzar van a la Iglesia Batista Independiente, que sirve comida para los migrantes.

Con la pandemia, Nérida gestionó el Auxilio de Emergencia. Debido a su edad, cobraba 240 dólares mensuales. Pagaba las quimioterapias de uno de sus hijos que en Cantaura, Anzoátegui, no recibía el tratamiento. Fue trabajador petrolero, al igual que sus dos hermanos. Murió. Ella llora. Otro de sus hijos se quedó en Venezuela. Ella le transfiere dinero para ayudarlo. El otro está en Boa Vista. El Auxilio ha bajado con el paso de la pandemia. Ahora, recibe 80 dólares.

Nérida también fue paciente oncológica. Perdió un seno, pero celebra la vida. En Pacaraima recibe tratamiento para la hipertensión y el asma. Por eso, dice, no puede moverse de allí. Su hija Wendy Itanare (52) sigue viviendo en Cantaura, pero viaja a Pacaraima para visitar a su mamá. Hace faxina, limpia casas, reúne algo de dinero y regresa. En Cantaura, compra y vende mantequilla llanera y leche cruda. Su marido trabajó en un taladro con una contratista de Petróleos de Venezuela (Pdvsa), pero la compañía salió del país sin liquidarlo.

A principios de agosto de 2022, contó que quería reunir 400 dólares para comprar una máquina de biopago. Rebozaba esperanza. A finales de septiembre, aún no había conseguido ni una faxina. “Una señora me pidió que la ayudara por lo que ella pudiera, 4 o 6 dólares”. Estaba triste.

Final del día

Al amanecer y antes del mediodía, caravanas de venezolanos caminan desde “las carpas” hacia los comedores habilitados por las Iglesias. El Deus é Amor, de la Pentecostal y el de la Pastoral del Migrante, son dos de los más céntricos y concurridos. Cada uno sirve en promedio 150 desayunos y 300 almuerzos. Pocos caminan hasta la Iglesia Batista Independiente. Horangel Rojas, pastor de la Iglesia Pentecostal, contó que la mayoría de quienes comen allí son personas que pasan la noche en los abrigos de la Operación Acogida, pero que no reciben las tres comidas. Eventualmente, también van a comer venezolanos residentes de Pacaraima.

Aún en 2015, Pacaraima era una pequeña ciudad que se avivaba durante las temporadas de turismo en Gran Sabana, ahora decaídas. Los comercios de la calle Suapí, ahora Antônio Seabra, ofrecían franelas verde amarillas, vasos, piedras semi preciosas, sombreros, cajas de chocolates y embutidos. En la Pacaraima del presente, todo gira en torno a la migración venezolana y la falta de alimentos en Venezuela: “las carpas”, los carros por puesto, los autobuses, las habitaciones en alquiler de pago diario, los oficios de calle, vender chupetas colombianas, chips con línea de Brasil para el celular. La mayoría de los comercios cambió sus inventarios diversos por comida.

Pacaraima fue escenario de tres violentos brotes de xenofobia en agosto de 2018, febrero de 2020 y noviembre de 2021. Carpas quemadas, consignas encendidas, cauchos ardiendo.

Las manifestaciones de rechazo contra los migrantes se dieron siempre después de hechos de violencia: el atraco y golpiza de un comerciante, la violación de una niña y el asesinato del propietario de un bar. A todos se vinculó a venezolanos. Ante los violentos reclamos, la Operación Acogida incrementó la capacidad de sus abrigos temporales, disminuyó la cantidad de personas que pasaban la noche en las salientes de los locales comerciales, en las canchas deportivas y en el terminal de autobuses y los cuerpos policiales y militares reforzaron su presencia en las calles. Sin embargo, da la impresión de que la xenofobia en Pacaraima permanece en un estado latente del cual puede despertarse como ya sucedió en el pasado. En gran medida, de las políticas y acciones públicas, del amparo y no solo de la regularización migratoria, depende que eso no vuelva a suceder.

En la Avenida Brasil, la vía que conecta a Pacaraima con la BR 174, con Boa Vista y Manaos, el polvo es tanto que impide ver y respirar. A menos que llueva. Hoy el cielo está nublado, el sol apenas se asoma, como un bombillo ardiente. Hay un calor húmedo, amazónico. Diariamente, pasan de 50 a 100 gandolas, cargadas de alimentos, rumbo a la troncal 10, la vía por la cual vienen los venezolanos migrantes, la mayoría muertos de hambre. Algunos iniciarán una nueva vida en algún otro lugar del Brasil, algunos se quedarán en Pacaraima.


Producción realizada en el marco de la Sala de Formación y Redacción Puentes de Comunicación III, de Escuela Cocuyo y El Faro. Proyecto apoyado por DW Akademie y el Ministerio Federal de Relaciones Exteriores de Alemania.

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