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jueves, 16 mayo, 2024

Un maracucho que resucitó la Batalla Naval

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Por Marlene Nava

Días antes, los ribereños se movilizaban hacia las playas aviados con herramientas y vituallas para pernoctar, pero con la previsión de que la aventura podría prolongarse por un tiempo mayor. La aldea fue un templo, a oscuras y en silencio, mientras la cuadrilla patriota, en perfecta y milimetrada formación, se desplazaba hacia la barra, con apoyo de marullos y de vientos. Era el 23 de julio de 1823. Ya en la madrugada, la última estela dejada sobre las aguas hablaba del fin de la primera etapa de un plan estratégico concebido desde el conocimiento del campo de batalla, de sus aguas, de sus corrientes, de su bajos, de sus bancos de arena y de la rosa de sus vientos.

A la medianoche, el poblado era un escenario a cielo abierto. “El rumor que venía poblando las orillas se convirtió en un pandemónium. Todo era confusión, ruido y gritería. Era una marcha de agonía. Como de condenados”. Esto lo relataba Kuruvinda con pasión. Con una incontrolable emoción que hablaba desde su cuerpo, desde su torso que se balanceaba atrás-adelante-atrás-adelante. “¡Ay!”, gritaba. Y sus ojos que se desbordaban y sus manos que dibujaban cabriolas en el aire. “¡Hey, hey! —le brotaba el entusiasmo—, la armada patriota acabó con ellos en unas cuantas horas. Fue una victoria limpia, sin un solo error”.

En nuestras conversaciones, yo como reportera, él solía recordar cómo “desde Punta de Palma hasta más allá de Punta de Leiva, desde los pozos de Santa Rosa hasta las arenas calcinadas de Cotorrera y El Milagro, las mujeres se santiguaban, lloraban, entrecruzaban los dedos y rezaban”, mientras los hombres “fruncen el ceño y tratan de ver más allá”, intentando adivinar el porvenir. “Había parientes, primos, hermanos, más que primos, familia”, reseñaba un artículo titulado Un tal Kuruvinda y publicado en la web de Sabor Gaitero

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Maracaibo entero fue entonces, según su relato, testigo presencial de este encuentro bélico: desde las lomas de Los Haticos, los Cerros de Marín, las colinas de Valle Frío y El Milagro, miles de miradas se posaron muy al norte, en la zona de Capitán Chico, para seguir los acontecimientos. Escena que se repetía en Los Puertos y demás poblados de la otra orilla.

Y fue así como, llenos de terror, todos observaron la llegada de la escuadra española, aviada de banderas rojas y el escudo de armas de Castilla y de León, que, desde lejos, simulaba una impenetrable muralla, un monstruo capaz de tragarse las naves que osaron desafiar al mismísimo rey.

Este relato lo escuchó de su abuelo, que desde uno de esos montículos en la zona de El Milagro, fue testigo presencial de toda la batalla. Fue entonces cuando decidió hacer la reseña sobre un lienzo inmenso, abordar en él una de las principales naves de la escuadra patriota y encaramarse en lo alto del mástil para reproducir los acontecimientos de ese 24 de julio. Y vivirlos desde ese mar de óleo que emergió, a lo largo de varios meses, de sus pinceles sin mácula, ahítos de academia y sin redil. 

Esta y otras de sus obras son el producto de sus estudios de pintura en la Escuela de Artes y Oficios de Maracaibo durante cuatro años con el maestro Manuel Puchi Fonseca, y de su pasantía con el maestro Antonio Angulo, a quien asistió en el proceso de creación del plafón del Teatro Baralt. 

La tela la había negociado con el turco de la calle Colón, vecino de su casa en cerro El Zamuro, por los lados del abasto de Ño Fulgencio. “El turquito fiaba estupendos lienzos que traía desde el Líbano y yo se lo negocié por un trabajito de carpintería que le hice”.

Los pomos de pintura, no. ¡Hey¡, esos sí tuvo que comprarlos “chan con chan”, poquito a poco. “Por eso me tardé tanto”. Cuando compraba el azul pintaba aguas y cielo, cuando blanco, velámenes y nubes. Y al final, los guerreros en plena batalla, en un amasijo de cuerdas, maderos y cuerpos que detalla con precisión quirúrgica.

Por aquellos días, en una de nuestras tertulias confesó que tenía una verdadera obsesión por el conocimiento y eso lo llevó desde niño a leer cuanta cosa escrita se encontraba. “Imaginate que pasaba por el frente de una farmacia y recogía los prospectos que acompañan los medicamentos, habitualmente desechados. ¡Hey, mirá!, eso me servía para conocer acerca de los componentes químicos y sus relaciones”. Y, por supuesto, sabía de todo. Especialmente de su querencia y de su entorno. De allí que su obra fundamental fue un libro llamado Quién es Maracaibo, en el que personalizó a su amada ciudad. 

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De esta costumbre le devino un contacto permanente con centros de producción y recopilación de publicaciones de todo tipo, imprentas, periódicos, editoriales, librerías. Y bibliotecas. Una de sus visitas a Caracas, viajero impenitente, lo llevó al Museo Bolivariano, donde se topó con una serie de grabados titulada La vista de la escuadra de la República de Colombia al mando del general benemérito José Padilla, el día 8 de mayo de 1823. 1: al forzar la barra de Maracaybo por el castillo de San Carlos y 2ª 3ª y 4ª: Vista del combate del 24 de julio de 1823 en la laguna de Maracaybo al mando del benemérito general José Padilla… 

Al investigar al respecto, supo que originalmente se trataba de grabados del pintor, marino y escultor Ambroise Garneray. Litografías que, a su vez, fueron concebidas a partir de pinturas realizadas por encargo del capitán de fragata James Bluck, oficial de origen británico que, siendo comandante de la goleta Espartana, recibió la orden de quedarse a bordo del bergantín Independiente para comandar las operaciones.

Y es precisamente a través de sus ojos veteranos de guerra, que Régulo Díaz, Kuruvinda, vive desde entonces hasta hoy —todavía en el mástil del Independiente— todos los episodios de la Batalla Naval.

Su mirador particular, de ubicación referencial frente a la bahía de Capitán Chico, le permitió ver llegar la escuadra que Padilla conducía desde Cartagena en proa a la barra del Lago, tal como lo habían diseñado jefes militares con meses de anticipación, marullo a marullo, ventisca a ventisca, corriente a corriente para ubicar la naves en posiciones inquebrantables. La vio, finalmente, fondear entre Capitán Chico y Bella Vista.

Bajo este prisma, Regulo Díaz aseguraba que fue testigo de la batalla naval. Que estuvo allí con su abuelo y aquella turba entre expectante y temerosa. “¡Hey! —afincaba la voz —, de cuerpo presente”. 

Allí está su testimonio vivo en un espacio de poco más de tres metros, con el  Independiente en primer plano y el San Carlos, segundo buque insignia, a su vera. Y entre el velamen desplegado al viento, la escuadra completa en una perspectiva lateral que alcanza los linderos de la otra costa.

Allí quedó registrado el orden de las naves. El Martebarlovento de la línea y el Independientesotavento. Por la luz se percibe hasta la hora de los acontecimientos: a las 11:00 el viento empezó a soplar desde el nordeste y la marea estaba a su favor. A las 2:30 se completa la formación para atacar de frente a la flota realista.

​A las 3:15, Padilla hace izar la señal de abordaje en el palo mayor del barco insignia. Los baupreses inician el abordaje y capturan toda la flota, exceptuando la Esperanza, cuyo comandante la hace volar en pedazos.

La derrota de Laborde está escrita allá al fondo, en forma de naves hundidas o quemadas. Y unas aguas quietas engullendo vidas realistas. A las 18:45, hora militar, los republicanos dejaron de perseguirlos.

Esta es la historia que vivirá eternamente, puesto que permanece resucitando de manera continua aquellos sucesos del 24 de julio de 1823, que, desde su privilegiada posición en el palo mayor del buque insignia, relató para siempre un tal Kuruvinda, nacido en Maracaibo en 1906. Y fallecido un siglo después.


MARLENE NAVA OQUENDO 
| @marlenava

Individuo de Número de la Academia de la Historia del Estado Zulia y periodista. Fue secretaria de Cultura de la región, profesora de la Universidad del Zulia y ha realizado un denso trabajo en pro del rescate de la cultura e historia mínima de la ciudad.

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