Javier, Antonio y Óscar son choferes que viajan todas las semanas en autobuses desde Ciudad Guayana, Mérida y Maracaibo hasta Caracas, la capital de Venezuela. Llevar pocos pasajeros y pimpinas con combustible, rezar a Dios para no encontrarse con el hampa y soportar los abusos de militares y policías son algunos de los obstáculos que sortean en cientos de kilómetros por cada viaje, donde cada vez obtienen menos ganancias

Como en muchas otras cosas, viajar por carretera en Venezuela significa un retroceso en los últimos años. Trayectos que en lugar de durar menos por mejoras en las vías, duplicaron su tiempo. No solo por el cada vez peor estado de las carreteras nacionales, sino por el abuso de poder de funcionarios de seguridad, cuya presencia desmedida, lejos de acabar con la delincuencia que azota a los viajeros, pasa a veces a formar parte de ella.

El Pitazo conversó con tres choferes de autobuses que viajan todas las semanas desde ciudades del interior hasta la capital del país. Entre todos recorren más de 2.200 kilómetros por viaje. Cada uno tarda entre 15 y 18 horas, como mínimo, en llegar a su destino en recorridos que, si las carreteras estuvieran bien, hubiese seguridad y las alcabalas no fueran puntos de soborno, durarían mucho menos.

Robos y peligros en la vía

Javier Gómez* tiene 55 años de edad y 30 trabajando como chofer de autobús en la ruta que va desde Ciudad Guayana, en el estado Bolívar, hasta Caracas. Dice que entiende muy bien la responsabilidad que implica trasladar a personas por las riesgosas autopistas de Venezuela. Relata que desde hace unos ocho años su oficio se volvió más peligroso y las carreteras “una guillotina”, como las llama sin titubear.

Cuando le toca pasar por el sector El Guapo, municipio Páez del estado Miranda, Javier se encomienda a Dios. Cuenta que justo en ese tramo los conductores se reúnen y aguardan por dos patrullas de policías para que los escolten. “Tenemos que esperar hasta cuatro o cinco horas a que lleguen al menos 10 autobuses. Después, dos patrullas, una delante de la caravana y otra atrás, nos escoltan. Cuando llegamos a la alcabala de la autopista, ahí se regresan ellos (la policía)”, revela.

Pero hay otros lugares que también considera difíciles de transitar por la presencia de delincuentes, como el tramo Ciudad Bolívar – El Tigre. La oración le acompaña en prácticamente todo el viaje, que suma cerca de 700 kilómetros. Confiesa que hacer eso es lo único que le da sensación de seguridad.


Hace unas semanas le cayeron a tiros a una unidad de Expresos Islamar en ese lugar. Hirieron a un compañero y atracaron a varios pasajeros. Ese chofer pude haber sido yo

Javier Gómez*

“Siempre voy con Dios. Antes nos lanzaban piedras para que la unidad se detuviera. Ahora nos caen a tiros. Esa vía que conecta al Oriente con el Centro del país, debería ser más vigilada por las autoridades. Uno va por la carretera y se siente vigilado por el hampa”, confiesa.

Antonio Romero* viaja una o dos veces a la semana del terminal de pasajeros de Mérida al terminal de La Bandera en Caracas. Sale a las 2:00 pm de la capital andina y, “si todo sale bien”, llega a su destino entre 8:00 y 9:00 am del día siguiente. Hace 10 años, cuando comenzó a trabajar como chofer de autobuses en esta ruta, tardaba máximo 12 horas en hacer el mismo viaje que ahora le toma al menos 18 horas.

En su recorrido de poco más de 800 kilómetros, Antonio pasa por reductores de velocidad donde delincuentes aprovechan para abrir el maletero de los autobuses y robar equipaje. Él mismo fue víctima de este modus operandi hace unas semanas, en el tramo que hay entre la parada del restaurante El Sabanero (Trujillo) y la población de Arenales (Lara). “Me sacaron dos maletas y me di cuenta ya en Arenales, cuando hice la parada para comer”, cuenta.


Siempre voy con Dios. Antes nos lanzaban piedras para que la unidad se detuviera. Ahora nos caen a tiros

Javier Gómez*

Más adelante sortea, en medio de la oscuridad, los llamados “miguelitos”, abrojos puestos en la carretera por el hampa para desinflar los cauchos de los vehículos y así obligar a los conductores a detenerse, para poder asaltarlos. “Los ‘miguelitos’ están más que todo entre el punto de control de Ipospal y el sector que se conoce como El Pescaíto”, detalla.

Gracias a Dios, asegura Antonio, a él nunca lo han apuntado con un arma de fuego en las carreteras por las que viaja. Una vez sintió miedo de ser víctima de ello, cuando se quedó accidentado por las fallas mecánicas que le causa al autobús la mala calidad del gasoil que hay en Venezuela, últimamente.

Óscar Lameda*, por su parte, recuerda que la última vez que pasó un susto en la carretera fue porque se quedó dormido por el cansancio. Regresaba de Caracas a Maracaibo y cerca de la entrada a la autopista Lara-Zulia, se salió de la carretera. El autobús se fue de lado, pero una piedra que arrastró lo ayudó a despertarse y a parar el autobús.

“No me di cuenta en qué momento me quedé dormido, no sé cuánto tiempo manejé dormido porque no me acuerdo y sería La Chinita la que me salvó. Ya me ha salvado de otras cosas”, cuenta entre risas, mientras se hace la señal de la cruz en la frente y en el pecho.


No me di cuenta en qué momento me quedé dormido, no sé cuánto tiempo manejé dormido porque no me acuerdo y sería La Chinita la que me salvó

Óscar Lameda

Relata que antes dividía responsabilidades con un ayudante. La mitad del camino la manejaba un chofer y la otra mitad, el otro. Eso evitaba que por agotamiento los conductores se durmieran, ocurrieran accidentes y dejaran de estar alerta. “Ahora si explota un caucho, nosotros nos tenemos que bajar y arreglar eso nosotros mismos. A veces, los pasajeros ayudan por el interés de que lleguemos rápido al destino, o para evitar que corramos peligro en una carretera oscura”, explica.

Le preocupa que la caja de velocidades no responda en el viaje, que el autobús se dañe en el camino o que ante cualquier emergencia no tenga quien lo ayude. Dice que con la migración se fueron los choferes, los ayudantes y se dañó la mayoría de los autobuses que conformaban la flota.

“Los peligros son muchos: las carreteras están malísimas, los delincuentes hacen de las suyas. Por eso, a veces, no le paro a mucha gente para que suba, así estén con mujeres o niños. Pero, lo peor, es tener que manejar 15 horas consecutivas sin ayudante”, asegura Óscar.

Abusos de policías y militares

Los 30 puntos de control de policías y militares instalados en la ruta entre Bolívar y Caracas no son sinónimo de mayor seguridad en la vía, asegura Javier. Tampoco lo son en las 10 alcabalas por las que pasa Antonio desde Mérida ni en los puntos de control que atraviesa Óscar entre Maracaibo y la capital del país.

Tener que darle 20 o 30 dólares a militares o policías en una alcabala para que lo dejen continuar su viaje desde Ciudad Guayana hasta Caracas es parte de la rutina de Javier. “Estamos igual de desprotegidos porque la delincuencia se apoderó de nuestras carreteras. Las alcabalas ahora solo sirven para matraquear”, afirma para referirse a la práctica ilícita de exigir dinero a los viajeros, que ejercen algunos funcionarios de seguridad en las carreteras del país.

Antonio, por su parte, no le ha dado dinero a policías ni militares, pero sí debe soportar abusos de poder por parte de los funcionarios que están en los puntos de control y las alcabalas que atraviesa en su recorrido de Mérida a Caracas, por la vía del Sur del Lago de Maracaibo.

“La primera alcabala está en Quebradón. Esa es de la Guardia Nacional. Luego viene el punto de control de la Policía Nacional Bolivariana (PNB) que está en Caja Seca. En esos, generalmente, no ponen problema, pero en la alcabala de Buena Vista y la de Agua Viva, los guardias hacen bajar a todos los pasajeros y revisan todas las maletas. Es absurdo, porque entre una alcabala y la otra hay cinco minutos. Al pasajero que ven inocente, le sacan plata”, relata.

En ese tramo de su ruta hay 7 de los 10 puntos de control fijos que atraviesa hasta llegar a la capital del país. Pero Antonio reconoce que en cada viaje se puede encontrar con nuevas alcabalas instaladas temporalmente. Es también en ese tramo donde ha sufrido los mayores abusos por parte de estos funcionarios.


Tenemos que esperar hasta cuatro o cinco horas a que lleguen al menos 10 autobuses. Después, dos patrullas, una delante de la caravana y otra atrás, nos escoltan

Javier Gómez*

“Hace unas semanas en el peaje de Buena Vista, en el que está la Policía estadal de Trujillo, me tuvieron más de dos horas nada más porque les dije a los policías que ya nos habían hecho bajar todas las maletas dos alcabalas atrás, y no les gustó. Ellos querían volver a bajarlas y lo hicieron”, recuerda.

“Uno de los policías me pidió la cédula para radiarla (verificar a través de radios de comunicación interna si la persona está solicitada por algún cuerpo policial). Como se demoraba tanto, le pregunté que cuánto tiempo nos iban a tener ahí parados, y me dijo que él tenía, por ley, hasta ocho horas para radiar una cédula. Nos dejó ir a las dos horas porque uno de los pasajeros resultó que era guardaespaldas de Carmen Meléndez, y el chamo se bajó y habló con los policías. Me devolvieron la cédula y me dijeron: usted calladito”, narra Antonio.

La odisea de surtir combustible

La falta de combustible es otro problema que enfrentan los choferes de autobuses en Venezuela. Desde mediados de 2019, los estados Bolívar y Mérida viven una aguda escasez de gasolina y gasoil, situación que soportan desde hace más tiempo los habitantes del Zulia.

Como ocurre en otros estados del país, el acceso a gasolina y gasoil es limitado y con restricciones. Según estimaciones de los gremios de transporte, solo 50 % de los choferes establecidos en líneas formales tiene acceso a 40 litros de gasolina para cada viaje. El resto debe buscarlo en el mercado negro, donde el litro se consigue entre 1,5 y 2 dólares, 300 % por encima del precio internacional fijado por el Gobierno de Nicolás Maduro.


En Mérida, 100 litros de gasoil salen en 30 dólares, mientras que en Caracas cuestan 20. De aquí me llevo las pimpinas vacías y allá cargo el tanque y luego nos toca escondernos por ahí para vaciarlo en las pimpinas y después volver a echar

Antonio Romero

“Esos 40 litros me alcanzan para llegar hasta El Tigre, que es menos del 50 % del trayecto. Ya después tengo que rogar que las bombas estén abiertas en la carretera para poder surtir. Si llevo algún pipote con gasoil y me lo consiguen en una alcabala, puedo ir preso”, relata Javier, y precisa que algunos de sus compañeros han sido objeto de arrestos por llevar combustible para abastecer el autobús en la vía.

Antonio sí debe tomar el riesgo de viajar con combustible almacenado. Para ahorrar tiempo y dinero, se lleva pimpinas vacías a Caracas y allá las llena con los 400 litros de gasoil que necesita para la ida del próximo viaje que haga desde Mérida. Aquí el gasoil no solo es más caro, sino más difícil de conseguir.

“En Mérida, 100 litros de gasoil salen en 30 dólares, mientras que en Caracas cuestan 20. Uno se ahorra 40 dólares por viaje. De aquí me llevo las pimpinas vacías y allá cargo el tanque y luego nos toca escondernos por ahí para vaciarlo en las pimpinas y después volver a echar”, describe y habla en plural porque siempre viaja con uno o dos ayudantes.

El ahorro que obtiene Antonio representa casi dos pasajes desde Mérida (25 dólares cada uno). Confiesa que, incluso antes de la pandemia, es raro que viaje con todos los puestos ocupados, pero no sale con menos de 25 pasajeros, porque no tendría ganancias, tomando en cuenta que él no es el dueño del autobús y solo recibe un porcentaje.

Óscar Lameda, en cambio, asegura que no tiene problemas para poner combustible a su autobús. “Eso solo se ve en este estado (Zulia). Cuando uno pisa Coro (Falcón), se acabó la sufridera. Aquí la gente se queja y con razón, pero en el camino hay gasolina y no hay colas”, afirma.

Pocos pasajeros y más gastos

La cada vez menor afluencia de viajeros hacia destinos como Caracas, Maracay y Valencia también preocupa a Javier, Antonio y Óscar. De acuerdo con cálculos hechos por el director del terminal de pasajeros de Puerto Ordaz, Irving Gutiérrez, en diciembre de 2021 se redujo en 80 % la cantidad de personas que viajan a esas ciudades, en comparación con la misma temporada de 2020, a pesar de que se estableció una tarifa estándar de 28 dólares el boleto.

“De Puerto Ordaz salgo con el autobús lleno hasta la mitad y voy haciendo paradas en Ciudad Bolívar, El Tigre y Puerto La Cruz, buscando más pasajeros. A veces los consigo, y a veces no”, dice Javier. En cambio, Antonio no se arriesga a subir más pasajeros por la vía. Del terminal de Mérida no sale si no lleva al menos 25 de los 49 viajeros que caben en el autobús que conduce. Debido a la poca demanda, que se traduce en menores ganancias, él viaja solo dos veces por semana.

Javier y Antonio no son propietarios de los autobuses que manejan. A ellos solo les toca un porcentaje de las ganancias. En el caso de Javier, es apenas el 10 % de lo que se recoja en pasajes. Si se venden 30 puestos, que suman 840 dólares, él se gana apenas 84 dólares por conducir en un trayecto que antes recorría en 10 horas, pero que ahora le toma mínimo 16 por las paradas en las alcabalas, el desvío a terminales para buscar más pasajeros y el tener que estacionarse esperando ser escoltado por algún organismo de seguridad en los sectores más peligrosos de su viaje.


Nos dejó ir a las dos horas porque uno de los pasajeros resultó que era guardaespaldas de Carmen Meléndez, y el chamo se bajó y habló con los policías. Me devolvieron la cédula y me dijeron: usted calladito

Antonio Romero

“Aparte del dinero que me toca, tengo que dejar plata en las alcabalas matraqueras y pagar en el terminal 40 dólares”, manifiesta Javier, quien resalta que esa cuota no corresponde a la tasa de salida. “Ese dinero no sabemos a dónde va, pero sé que para la reparación del terminal no es, porque está hecho un desastre. La corrupción es grande. Quisiera saber si el alcalde del municipio Caroní sabe que los autobuseros pagamos eso antes de salir de viaje”, cuestiona.

A todo eso le suma el mal estado de las carreteras y las condiciones de algunas unidades. Afirma que alguna vez le ha tocado viajar con los cauchos desgastados y que en un par de ocasiones se le han dañado las correas de la unidad, entre otros desperfectos que, con frecuencia, tiene que resolver. El costo de un caucho nuevo para un autobús es de unos 250 dólares, aproximadamente.

A Óscar, por su parte, el trabajo de chofer últimamente lo que le da son dolores de cabeza, dice con la cara desencajada. El autobús, el día que conversó con El Pitazo, le estaba “echando vaina”, porque la caja no “agarraba las velocidades”. Llegó al terminal de Autobuses Occidente y había apenas siete pasajeros, pocos para los que esperaba llevar en fechas navideñas y de cuarentena flexible.

En tiempos mejores, en ese terminal se vendían hasta 50 pasajes para Caracas y otros estados del país. Salían hasta tres buses al día con todos los puestos ocupados, pero desde hace algunos años ya no es así. Tampoco lo es en Mérida ni en Ciudad Guayana. Los riesgos que corren quienes viajan en autobús son mucho más grandes que las ganancias que quedan a los choferes.


(*) Los nombres reales de los entrevistados fueron modificados por su seguridad.

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