La permanente división interna y el despojo del territorio Esequibo

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Por: Alberto Navas Blanco

Para el sistema de potencias mundiales y para los Estados vecinos de Venezuela, al menos desde el siglo XIX hasta nuestros días, ha sido un asunto bastante evidente y cómodo, que nuestra nación y sus gobiernos han sido tradicionalmente muy poco eficientes y menos aún honestos en garantizar la soberanía de nuestra territorialidad. Claro, salvo excepcionales circunstancias, como la respuesta dada a Colombia en 1952 por la Armada, la Aviación militar, el Ejército y la Infantería de Marina venezolanas, ante la violación de nuestra soberanía por parte del buque colombiano “Almirante Padilla” en nuestro archipiélago de “Los Monjes” en aguas del Golfo de Venezuela, siendo ministro de la defensa venezolana el coronel Marcos Pérez Jiménez. Como también fue una excepción notable la respuesta del gobierno del doctor Jaime Lusinchi, quien entre el 9 y el 18 de agosto de 1987 supo manejar magistralmente, en coordinación con las Fuerzas Armadas Venezolanas, una gran movilización naval, aérea y terrestre, para dar respuesta a la insolente incursión de la Corbeta “Caldas” (FM52) de Colombia y de otras unidades navales, nuevamente sobre el Golfo de Venezuela y en aguas venezolanas, potencialmente ricas en hidrocarburos. El ultimátum dado a la cancillería colombiana puso al entonces presidente Virgilio Barco a la defensiva y provocó la retirada de sus unidades. En ambas ocasiones, Venezuela fue una sola, sin divisiones estériles internas frente a las agresiones extranjeras.

Pero en otros momentos cruciales, las potencias externas han encontrado un panorama favorable a sus aspiraciones territoriales.  Siendo el caso más grave el de la permanente vocación británica de avanzar sobre el territorio guayanés venezolano, soñando el imperialismo colonial inglés en llegar hasta los territorios auríferos de El Callao, y hasta Upata y tal vez las Bocas del Orinoco. Aquellos usurpadores asociados, Holanda y Gran Bretaña, habían ocupado ya territorios de Guayana (tierra de aguas en lengua Caribe) desde los siglos XVI y XVII, pero Inglaterra fue cada vez más desplazando a los holandeses, sobre todo en el siglo XVIII, estableciendo plantaciones esclavistas de caña de azúcar, tabaco, algodón y finalmente café.  Hasta que en 1814 por el Tratado Anglo-Holandés la colonia terminó siendo una posesión inglesa, conocida como “Guayana Inglesa”, donde se trajo más población como mano de obra barata para las plantaciones con trabajadores de la India, China y Portugal. 

Ya para 1824, Inglaterra reconocía el Río Esequibo como límite de sus aspiraciones, pero desde 1840 sus colonos empiezan a avanzar dentro de territorio venezolano en dirección del Yuruari-Cuyuní (ricos en oro). Muy tardíamente estos avances llevaron a la ruptura de relaciones diplomáticas entre Venezuela y Gran Bretaña hacia 1887. Pero la usurpación seguía en pie y Venezuela se encontraba distraída y dividida entre los conflictos caudillistas internos de tiempos del ocaso de la tiranía del general Guzmán Blanco. Las acciones diplomáticas no faltaron por parte de Venezuela, pero siempre desde la perspectiva de su debilidad interna frente al Imperio más grande y poderoso de esa época.

La única potencia que podía enderezar la balanza en ese momento eran los EE. UU. de Norteamérica, que, en ejercicio de la tradicional Doctrina Monroe intervino, bajo la administración del presidente Grover Cleveland, quien impuso junto a Inglaterra un Tratado de Arbitraje, que Venezuela aceptó “ingenuamente”. Eso implicó un verdadero fraude desde el principio, pues el Tribunal Arbitral estaba compuesto de dos jueces británicos, dos jueces norteamericanos y uno ruso, sin ninguna representación venezolana directa.  Mientras los venezolanos nos seguíamos matando entre nosotros alrededor del fraude electoral de 1897 y la consecuente insurrección del llamado Mocho Hernández. El resultado era el de esperar: el Laudo Arbitral del 3 de octubre de 1899, le concedía al Imperio Británico 152.500 kilómetros cuadrados de territorio venezolano al Oeste del río Esequibo.  Mientras tanto, todavía los venezolanos nos seguíamos dividiendo y matando, a través de la mal llamada “Revolución Restauradora”, acaudillada por el irresponsable y cruel líder tachirense general Cipriano Castro y su segundo, el aún más tiránico y cruel general Juan Vicente Gómez. Los medios de guerra venezolanos ya no eran tan débiles, pues habían sido modernizados por el general Ramón Guerra, ministro de Guerra de Joaquín Crespo, con buena dotación de fusiles Máuser y cañones de retrocarga Krupp, etc. Pero las armas eran utilizadas para mantenerse en el poder y no para defender el territorio nacional.


Aquellos usurpadores asociados, Holanda y Gran Bretaña, habían ocupado ya territorios de Guayana (tierra de aguas en lengua Caribe) desde los siglos XVI y XVII, pero Inglaterra fue cada vez más desplazando a los holandeses, sobre todo en el siglo XVIII

Alberto Navas Blanco

Aunque Venezuela declaró aquel Laudo como Nulo e Írrito, la usurpación se mantuvo relativamente igual o peor hasta el 17 de febrero de 1966, cuando se firmó el recordado Tratado de Ginebra, en el que la Gran Bretaña, la “República” cooperativa de Guyana y Venezuela reconocen  el estatus de ese territorio usurpado como zona en “Reclamación”, lo que en realidad no ha pasado desde entonces a ser sino un ejercicio de dibujo, al ponerle unas rayitas, en el mapa oficial de Venezuela a la parte esequiba de la reclamación. Venezuela de aquellos momentos se encontraba aún afectada por la violencia política, dado el estado insurreccional que habían asumido los dos partidos principales de la Izquierda, el Partido Comunista de Venezuela y el Movimiento de Izquierda Revolucionaria, quienes pese a fracasar política y militarmente hacia 1968, de todas maneras, le hicieron un gran favor al gobierno guyanés, que era también de “izquierda”, al comprometer la capacidad política y militar de Venezuela en una situación tan delicada. 

Hacia el comienzo de la década de 1970 Venezuela comenzaba a vivir uno de sus mejores momentos de prosperidad económica y social de su historia republicana. El crecimiento económico, el bienestar social, las obras públicas, el avance industrial y agropecuario, etc, se acompañaron con incremento significativo de la cantidad y calidad de los sistemas de armas de las Fuerzas Armadas (desde el sistema Mirage hasta los F-16 más tarde ponían a la fuerza aérea nacional en la punta de la aviación militar de Latinoamérica, igualmente los sistema de blindados para el ejército, como el AMX  30, daban una capacidad operacional inédita). Pero el gran daño se presentó nuevamente, el débil primer gobierno del doctor Rafael Caldera, ante el fracaso de la Comisión Mixta para llegar un acuerdo con Guyana, cumplidos los 4 años estipulados, escogió el camino de la “prórroga” al firmar el 18 de junio de 1970 el tristemente célebre “Protocolo de Puerto España”, bajo el amparo de Inglaterra y del Primer Ministro de Trinidad Eric Williams, un reconocido aliado de Guyana. Al ser llevado el Protocolo al Congreso enfrentó la oposición del partido Acción Democrática. El congelamiento del conflicto impulsado por el gobierno de Caldera, pasó muy por debajo de la mesa, en un país ocupado en disfrutar la bonanza petrolera de aquella década, ello tanto los civiles como militares.


Mientras los venezolanos nos seguíamos matando entre nosotros alrededor del fraude electoral de 1897 y la consecuente insurrección del llamado Mocho Hernández. El resultado era el de esperar: el Laudo Arbitral del 3 de octubre de 1899, le concedía al Imperio Británico 152.500 kilómetros cuadrados de territorio venezolano al Oeste del río Esequibo

Alberto Navas Blanco

El Protocolo de Puerto España se venció en junio de 1982, bajo el no menos nefasto gobierno del doctor Luis Herrera Campins, cuando la prosperidad de la década anterior comenzó a declinar (corrupción, devaluación, crisis bancaria etc.) y las divisiones internas colapsaron nuevamente la capacidad de maniobra política y militar de Venezuela. Simultáneamente, entre abril y junio de 1982, Venezuela fue prácticamente la única nación que respaldó militarmente a la Argentina en su guerra por las islas Malvinas contra Inglaterra, suministrando algunos insumos militares, como misiles y combustible especial para aviación militar; una guerra que los soldados de la dictadura argentina pelearon con bastante coraje y soledad, perdiendo política y militarmente frente a la poderosa flota británica y sus aliados internacionales como los EE. UU. y el propio Chile, olvidándose de la Doctrina Monroe y del TIAR.  Venezuela salió también perdedora, pues además de la creciente crisis interna, se había comprometido en un conflicto ajeno de un régimen dictatorial, en lugar de ocuparse política y militarmente de resolver sus reclamaciones en la Guayana Esequiba, creándole a Inglaterra un doble frente, que implicaría recuperar las Malvinas y defender al mismo tiempo a la Guyana gobernada por los mequetrefes de Forbes Burnham y Cheddi Jagan (y por sus continuadores hasta hoy). Como represalia a la solidaridad venezolana con Argentina, que no podemos negar tuvo su matiz de nobleza, la banca mundial influenciada por el mundo anglosajón comenzó a endurecer las negociaciones del refinanciamiento de la deuda externa venezolana, acompañada de la fuga de capitales y la devaluación del Bolívar frente al dólar. 

Después de la crisis social del Caracazo inducida políticamente en 1989 y los dos golpes de Estado fracasados relativamente en 1992, la República de Venezuela entró en una etapa de disolución institucional, división social y política profunda y cese de confianza popular en los gobiernos de turno, hasta el triunfo electoral del teniente coronel Hugo Chávez en 1998, pero la división interna no tardó en reaparecer. Con eventos como la Huelga Petrolera y el golpe de Estado militar “Carmonazo”, que depuso a Hugo Chávez por dos días en abril de 2002. De allí en adelante, pese a los grandes e inéditos ingresos petroleros de la primera década del siglo XXI, Venezuela comenzó cada vez más a derrumbarse en una crisis fiscal, institucional y social sin precedentes, enrareciéndose aún más el panorama político luego del fallecimiento de Hugo Chávez en 2013, tanto por las divisiones internas generadas en el llamado “Chavismo”, como por la incapacidad operativa de la oposición divisionista y miope.

La profundidad de la crisis social y política apoyada en el decreciente ingreso petrolero, el deterioro de la industria nacional y las sanciones económicas impulsadas desde los EE. UU. y sus aliados contra el gobierno de Nicolás Maduro, han provocado una inmensa ola migratoria de venezolanos hacia países de la región, incluyendo, desgraciadamente, a Guyana como destino, lo que ha debilitado aún más nuestra capacidades reales y simbólicas para reactivar la reclamación, pues somos vistos como un país del que su propia gente huye, un país hundido. Mientras tanto, Guyana nos reta dando concesiones petroleras y mineras en nuestra zona reclamada, adquiriendo nuevas alianzas con el mundo anglosajón y se atreve a violar el Acuerdo de Ginebra al acudir al Tribunal Internacional de Justicia para dirimir el asunto, buscando repetir el robo del Laudo 1899, aprovechándose de nuestra crisis interna, de nuestras divisiones fratricidas, y de la nueva debilidad -relativa- material y operativa de nuestra Fuerza Armada, sobre todo en sus componente de punta para cualquier operación externa, como lo son la Armada y la Aviación; pues desde el punto de vista terrestre aun poseemos la capacidad de operar con superioridad, aunque sea intermitentemente, sobre todo hacia el territorio reclamado y presionar, así, por un acuerdo justo y útil para Venezuela como la parte afectada en el robo. Una recuperación, aunque sea parcial, en las zonas de nuestro Esequibo más cercanas a la fachada Atlántica, sería un acuerdo fabuloso. ¿Pero quién le pone el cascabel al gato? Sobre todo, si hay escasez de pantalones entre civiles y militares. Solo sería un asunto de tácticas, estrategia adecuada y de la gran estrategia que es la política, como nos lo diría Napoleón Bonaparte desde su lujosa tumba.


ALBERTO NAVAS BLANCO |

Licenciado en historia de la Universidad Central de Venezuela, doctor en ciencias políticas y profesor titular de la UCV.

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