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lunes, 13 mayo, 2024

Incómodas y a destiempo | El peligro de la nostalgia (o nuestra falsa «época dorada»)

Los venezolanos deben aprender de los errores pasados para no repetirlos en el futuro, en lugar de idealizar a una Venezuela que dio paso al llamado Socialismo del Siglo XXI

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Al final de mi artículo anterior presenté el proyecto de esta columna: Incómodas y a destiempo quiere ser un espacio donde plantear cuestiones que —para algunos— sería mejor dejar eternamente «para luego». En limpio castellano, el propósito de estas letras será meter el dedo en la llaga sobre aspectos problemáticos de nuestra urdimbre sociocultural; temas que la urgencia nos obliga muchas veces a posponer. Por tanto, sin más preámbulos, comencemos.

Los venezolanos de hoy padecemos ataques intensos de nostalgia. La razón es evidente y creo que está plenamente justificada: con el pasar de los años nos hemos dado cuenta de todo lo bueno que fuimos y tuvimos antes de 1998. No me refiero a la Venezuela anterior a los 70s, que para algunos sería la ideal; ni siquiera a la Venezuela saudita propiamente dicha, si no a la ya menos próspera que existió entre mediados de los 80s y finales de los 90s, que es justamente la Venezuela que yo viví con un mínimo de lucidez. Hay casi una industria cultural creada en torno a ese recuerdo: portales web, shows de comedia, novelas, obras de teatro y pare usted de contar.

Es el país de los Minipops y Salserín; el de la reforma fiscal y la hacienda pública regional; el que exportaba telenovelas a mansalva; el de las Nifú-Nifá y los centros comerciales recién inaugurados. La Venezuela con una Pdvsa rentable a pesar de los precios bajos del petróleo. Un país con tanta independencia de poderes que pudo enjuiciar y privar de libertad al Presidente de la República. La Venezuela de Por estas calles y la Radio Rochela de Emilio y Laureano. Ese país en el que, de niño, todavía se podía andar en bicicleta por ahí sin que nuestros padres fuesen acusados de irresponsabilidad criminal. Una Venezuela que, desde el punto de vista económico, terminó con la crisis financiera del año 94, la intervención de la banca por parte del Estado y la caída de los precios del petróleo que no se detuvo sino hasta 1998. ¿Les suena esta última fecha?

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Quiero aclarar que, en mi opinión, la nostalgia no tiene nada de malo en sí misma; por el contrario, puede cumplir una función importante de preservación histórica. Nos ayuda a revisar lo vivido para rescatar y conservar «lo bueno». Incluso nos permite ver si hubo una mejor versión de nosotros mismos, una que nos haga creer que podemos salir de este desastre. Sin embargo, también tiene sus peligros. El más importante de ellos, a mi juicio, sería el de idealizar el pasado reciente y alimentar una falsa «edad dorada», una que escamotease nuestras equivocaciones. Y aquí es donde vale la pena detenerse.

Algunos sociólogos nos han catalogado como un pueblo sin memoria. En muchos sentidos, sufrimos de amnesia histórica, especialmente en materias políticas y económicas. Con demasiada frecuencia repetimos errores en las urnas electorales o en la forma de administrar nuestra bonanza. Los petrodólares y la antigua institucionalidad democrática costearon muchas de esas “muchachadas”. Sin embargo, a estas alturas, el precio de un nuevo olvido sería demasiado alto.

Creo que, como sociedad, no podemos permitirnos el lujo de idealizar nada más. La razón es sencilla: los errores de entonces engendraron el Socialismo del Siglo XXI, la mayor catástrofe de nuestra vida republicana después, quizá, de la Guerra Federal. Aún así, aunque parezca contra intuitivo, esos errores de la llamada «Cuarta República» pueden ser nuestro hilo de Ariadna: las pistas que nos ayuden a salir del laberinto. Son errores valiosos porque nos han costado sangre. Por tanto, no podemos caer en la paradoja de la memoria selectiva: padecer nostalgia acerca de «lo bueno» sin recordar también el resto de las circunstancias. La selectividad en el recuerdo sería otra forma de desmemoria. Por el contrario, debemos preservarlo todo, «lo bueno» y «lo malo», los aciertos y los desaciertos. Insisto, es preciso aceptar el hecho desagradable de que el Socialismo del Siglo XXI —en su versión más perversa— surgió de esa época que ahora extrañamos.

Lo que llegó a las urnas electorales en 1998 fue la expresión vinculante de la deriva sociocultural de varias generaciones. Es decir, el chavismo es un producto tan venezolano como el cacao, el petróleo o las mises. Como sociedad, somos responsables de él. No importa si votamos o no por Chávez en el 98 o en los años sucesivos; el punto clave es que fuimos miembros de una colectividad que produjo al chavismo, que lo hizo posible. Pienso firmemente que ese mea culpa histórico forma parte importante del cambio, de la transición. No hacerlo, la retrasa. Solo una versión contraria a la desidia moral y social que produjo a Chávez —y lo que él ha significado luego— pudiese revertirla definitivamente. Y eso toma tiempo. Aunque sobre los tiempos conversaremos en otro artículo.

Es curioso, en la práctica, el gobierno de Chávez comenzó con la tragedia de Vargas. Fueron dos eventos que coincidieron en el tiempo. Se me antoja pensar que ese fenómeno natural anticipó simbólicamente lo que sería el socialismo caribeño del siglo XXI: un deslave socio-cultural, una revolución de barro y piedras, una que se llevó consigo las formas del país pasado. Por tanto, atesoremos esos errores; hagamos inventario de ellos; rastreemos los extravíos de aquellos días para deshacer el nudo y no repetirlo. Es una vía penosa, pero tal vez sea la única posible.

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