Por Juan José Sánchez (*)
San Cristóbal.– “Buenas, ¿será que tienen un poquito de agua que nos regalen?”, preguntó exhausto Wilson Alejandro Colina a los funcionarios de la Guardia Nacional Bolivariana (GNB) presentes en la alcabala El Mirador, tras caminar más de 630 kilómetros desde su natal Valencia, estado Carabobo, hasta San Cristóbal, estado Táchira, en su ruta migratoria.
El joven, de 16 años, viaja en sandalias, con ropa desgastada y su cédula de identidad en un morral, acompañado por un grupo de aproximadamente 12 caminantes –como se conoce a los que emigran recorriendo grandes distancias a pie–, a quienes ahora llama familia.
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Tras más de una semana en las carreteras, todos se muestran reconfortados por saber que se encuentran cerca de cruzar la frontera colombo-venezolana. Un primer paso en sus aspiraciones: llegar a establecerse en el vecino país.
Wilson no cursó el bachillerato, apenas llegó hasta quinto grado de primaria, cuenta a El Pitazo. Desde pequeño se integró a la actividad laboral para responder por sus necesidades.
Explica que Venezuela es un país con distintas realidades y la suya, al igual que la de muchos otros, no es tan fácil.
“En Valencia está difícil la vaina. Entonces, vamos a buscar un buen futuro en Colombia. Trabajar honradamente, porque en Valencia uno sale y no hay trabajo. Uno se está muriendo de hambre. Tú ves a los perros y no, los perros ya andan flacos, no… se están muriendo”, relata el joven.
Los caminantes venezolanos
El caso de Wilson no es un hecho aislado. Según el último informe publicado por la plataforma de Coordinación Interagencial para Refugiados y Migrantes de Venezuela (R4V), 256.400 venezolanos ingresaron a Colombia entre julio y septiembre de 2023. Es decir, casi 2.800 por día.
Son casi 100.000 ingresos más respecto al mismo periodo del año 2022, cuando ingresaron 160.700 venezolanos. Un aumento significativo.
El joven explica que decidió aventurarse solo, por la falta de apoyo familiar. “Mi familia me dice que me muera. Me dice: muérete si quieres descansar en paz. O vete para otro país, vete para allá, lejos, que no te veamos más nunca», cuenta Wilson con una risa sarcástica.
En el camino conoció a Juan David, otro caminante de 17 años que no quiso revelar su apellido, y a quien ya califica de “hermano”. Ambos comparten destino: Medellín, Colombia. La intención de ambos es “trabajar honradamente” en esa ciudad y poder aspirar a la calidad de vida que les ha sido negada en su propio país.
Al cruzar la frontera, todavía deberán recorrer 587 kilómetros para llegar a su destino. Es una distancia similar a la que separa Caracas de Valera, en el estado Trujillo. Sin embargo, para Juan David el recorrido ha sido más largo. Viene desde Puerto La Cruz, en el estado Anzoátegui.
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Al igual que Wilson, tampoco culminó sus estudios. Llegó hasta segundo año de bachillerato y luego comenzó a trabajar. Una noche, en medio del insomnio, la idea de emigrar llegó repentinamente a su mente, relata.
“Me puse a pensar en la manera de comprarme ropita, una moto o una casita. De repente me entró a la cabeza irme, pues, y me fui”, recuerda Juan David.
Explica que en el sector donde vive su familia, en Puerto La Cruz, reina la precariedad. “Está catastrófico, eso no sirve ya para nada ahí en oriente. No hay trabajo, la gente se muere de hambre. Los perros te vienen flaquiticos, como dijo Wilson», se lamenta.
Sus historias son otras más, entre decenas que llegan cada semana, cuentan los habitantes de la zona, pues, aunque no sea el mismo flujo de años anteriores, los caminantes siguen llegando al estado Táchira para cruzar la frontera.
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