En la región con cultivos de coca del país que más le ofrece cocaína al mundo, es tal la desesperación por la caída de los precios, que sus habitantes hablan de suicidio, hambre y venta de sus cuerpos

Por: Natalia Duque Vergara y Juan Camilo Maldonado Tovar

Los campesinos de La Gabarra, un alejado corregimiento en Norte de Santander —nororiente colombiano—, están pensando en suicidarse. Desde hace un año y medio nadie les compra la coca, única vía de ingreso para alimentar a sus familias. Cada día que pasa, la desesperación aumenta entre los 15.000 habitantes de este lugar, para quienes el hambre es la realidad con la que se enfrentan a diario.  

Un jornalero que vivía de raspar coca y a quien llamaremos Jacobo, que hoy a duras penas gana 40.000 pesos (9 dólares) por jornada, una o dos veces a la semana, tiene un bebé de cinco meses en casa y nada de plata para alimentarlo. En medio de un llanto asfixiante, nos dijo que ha pensado varias veces en quitarse la vida: “No lo he hecho porque soy un hombre de fe. Porque la Biblia dice: ‘Maldito el hombre que se quite la vida’”. Eso dijo entre lágrimas mientras nos pedía perdón por ‘ser tan gallina’. “De lo poquito que yo agarro, comparto, pero necesitamos una mano amiga, urgente”.

Lida, nombre también ficticio para reservar su identidad, tiene una historia similar. Ella es una de las cocineras que ganaba su sustento de los cultivos, tiene a cargo a su hija y a tres nietos: “Yo también pensé en eso ayer. No tenía qué dar de comer a mis hijos y pensé en colgarme de un palo de mango que hay detrás de la casa”. Además, nos contó sobre una amiga suya que pidió dinero prestado para comprar un veneno matarratón, pero su hijo la detuvo antes de tomarlo. 

No hay memoria de una crisis similar en la región. Para Estefanía Ciro, investigadora consultada para este reportaje, la debacle del mercado se debe, en parte, a la sobreproducción y acumulación de pasta base que ha modificado las dinámicas del narcotráfico.

Basta un breve recorrido por la zona para darse cuenta de que las historias de Lida y Jacobo no son casos aislados. Casi en cada hogar hay un relato sobre un drama desatendido: vacas que amanecen desmembradas, locales desocupados, hoteles sellados, madres e hijas que venden su cuerpo y una crisis de salud mental que golpea a una región que lleva poco tiempo intentando recuperarse de los dolores que dejaron los años más crudos de la guerra entre paramilitares, guerrillas y Ejército. 


No tenía qué dar de comer a mis hijos y pensé en colgarme de un palo de mango que hay detrás de la casa

Lida, habitante de La Gabarra

El epicentro de esta historia es Tibú, el municipio con más hectáreas sembradas de coca (22.000, según Naciones Unidas) del país que más cocaína le ofrece al mundo. Mutante y CONNECTAS hicieron un recorrido por la zona para hablar con una comunidad que lleva meses en una crisis inédita y en espera de que sea escuchada por las autoridades.

Durante años, la economía de la coca funcionó como un reloj, propulsada por campesinos que contratan obreros y recolectores —también llamados raspachines— para limpiar la coca, triturar sus hojas y extraer el alcaloide a través de un cóctel de insumos químicos por los que suelen endeudarse. El proceso de fabricación de esa “pasta base” generaba empleo a las cocineras en los ranchos de procesamiento, a los hoteles, a los restaurantes en los caseríos y a todos los comercios de la región, cuyos clientes son los dueños de las fincas y sus trabajadores.  

Pero la debacle llegó después del año más duro de la pandemia. A finales de 2021 les dejaron de avisar la compra, como suelen referirse por estos lados al momento en que se corre la voz de que un comprador —intermediario entre los narcotraficantes y los campesinos— se ubica en algún punto de la región para comprarles la pasta base a un precio que fija y supervisa el actor armado que controla la zona, en este caso, el Frente Nororiental Ejército de Liberación Nacional (ELN), actualmente en diálogos con el Gobierno.  

Desde entonces, los campesinos se han quedado con la pasta base almacenada y sin recursos para comprar comida, ropa o simplemente pagar sus deudas o mandar a los niños al colegio. Lida nos dijo que tuvo que “mermarles la comida a los niños de tres a dos raciones y luego a una”, y que hoy la colada se la toman negra, porque no hay con qué comprar leche: “Estoy viviendo de lo que las amigas me puedan colaborar”.

El presidente Gustavo Petro tuvo información de primera mano sobre la crisis en diciembre durante la primera cumbre cocalera organizada en El Tarra, otro municipio del Catatumbo. Pese a la urgencia que manifestaron, para el momento de nuestra visita, cuatro meses y medio después, varios líderes de la zona nos confirmaron que no ha llegado ningún tipo de ayuda. Una plegaria a oídos sordos.

Pero el drama de la coca en Colombia no es exclusivo de la región del Catatumbo. Se extiende a otros departamentos, con mayor o menor intensidad, el Meta, Cauca, Nariño y Putumayo, donde la planta ha sido el motor de la economía. Según la Coordinadora Nacional de Cultivadores de Coca, Amapola y Marihuana, en el país hay 230.000 familias que subsisten de su procesamiento; esto sin contar con los raspachines y las cocineras, quienes también hacen parte de la cadena del negocio. 

El panorama generalizado es de frustración. “Yo conozco a una mujer que vivía en una finquita con coca, con esta crisis se quedaron sin sustento y el esposo la dejó. Entonces me dijo: ‘Yo no voy a dejar con hambre a mis hijos’, y decidió prostituirse en La Gabarra”, nos contó la dueña de un restaurante que tuvo que cerrar en Campo Raya km 25, un caserío rodeado de bosques y colinas, a unos cuarenta minutos del casco poblado de La Gabarra.

“A mi casa llegan hombres a pedirme pañales porque no tienen ni uno para sus bebés y me dicen que van a robar. Yo les digo: ‘No robe, hombre, váyase a pescar’”. Nos dijo Jacobo y finalizó con un vaticinio aún peor: “Van a haber conflictos, lo intuyo. En medio del desespero, vamos a hacernos daño los unos a los otros”.

John Ascanio, personero de Tibú, ha sido otro de los testigos de esta crisis: “Hay gente que ha dejado las casas solas, deja cinco o diez hectáreas de coca y se va porque es que no hay otra solución”, dijo para este reportaje. El paisaje también está cambiando. Lo que antes era una manta verde y organizada sobre las montañas, hoy no es más que maleza y hierba opaca que trata de hacer espacio en medio de las matas de coca que nadie raspa.

Durante el recorrido en la zona también se constató cómo la palma de aceite se ha apoderado poco a poco de los lugares más planos y el carbón se ha abierto paso en socavones que atraviesan cerros donde la superficie todavía tiene coca. 

Dubán y Esneider Vargas son dos hermanos de 19 y 26 años que ahora trabajan en una mina ilegal de carbón en la vereda Cerro González. Ambos nacieron en El Zulia, a una hora de Cúcuta; vivieron su niñez entre la coca, abandonaron el bachillerato y se hicieron raspachines en su adolescencia. Con sus rostros tiznados de polvillo negro y la ropa emparamada en sudor por el incesante ir y venir a las profundidades de la mina, los Vargas nos hablaron sobre su plan B para subsistir. Contaron que el año pasado “el carbón comenzó a valer y a darle a la gente una forma de vida, entonces pues nosotros dijimos ‘vámonos a trabajar a la mina’”.


A mi casa llegan hombres a pedirme pañales porque no tienen ni uno para sus bebés y me dicen que van a robar. Yo les digo: ‘No robe, hombre, váyase a pescar

Jacobo, habitante de La Gabarra

El dueño del predio donde está la mina se llama Willington Rodríguez, tiene 28 años y heredó esa tierra de su abuelo. Aunque sabía del carbón, no quería romper montaña porque lo considera agresivo con el medio ambiente y menos rentable que la coca, pero con la llegada la crisis no vio mejor salida que seguir una veta y abrir un agujero para sacar un mineral que en diciembre alcanzó precios históricos en el invierno europeo, debido a la grave situación energética causada por la guerra en Ucrania.

El carbón que sale de estas zonas es llevado por volquetas a los patios de acopio en El Zulia, donde se juntan con el carbón de las minas legales, para luego ser enviado a diversos puertos de Colombia en el Caribe. “El volquetero que viene a recoger el carbón me llegó a pagar 500.000 pesos por tonelada en diciembre. Ahora, el precio ha bajado a 210.000, pero todavía seguimos sobreviviendo de la minería”, dijo Willington. “Yo preferiría que este predio fuera una finca y cultivar comida, como yuca, porque ahora lo que hago es dañar esta tierra”.

Durante el viaje, evidenciamos dos experiencias de producción agrícola que parecen salir adelante. Una asociación de yuqueros en La Llana, un territorio plano y fértil a las puertas del Catatumbo y un grupo de agricultores en Campo Raya, que siembra plátano hartón justo al frente de un enorme cultivo de coca que sigue esperando ser raspado. 

Sin embargo, ambos casos son esfuerzos solitarios y prueba del abandono institucional a juzgar por la cantidad de obstáculos que los campesinos tienen que superar para comercializar sus productos.

La cruda realidad es que en el Catatumbo el único cultivo legal que tiene salida comercial a gran escala es la palma aceitera. Las plantas de procesamiento industrial establecidas cerca de Cúcuta por las empresas Palnorte y Óleo Norte les están permitiendo a los campesinos vender los cogollos de palma con mucha más facilidad que cualquier otro producto. Según Fedepalma, a finales del 2018, el Catatumbo se consolidó como una de las zonas palmeras más importantes del país, con 20.000 hectáreas. En 2022 esta cifra subió a 30.000 hectáreas, según el Instituto Colombiano de Agricultura.

Antes de que las instituciones copen los territorios de manera efectiva, es el crimen organizado el que define, en gran medida, las dinámicas de la economía. En el caso del Catatumbo, la presencia de la insurgencia del ELN está consolidada, pero basta con escuchar los testimonios en el Bajo Cauca, Putumayo o Nariño para identificar el abanico de actores armados que gobierna a sus anchas y sigue multiplicando la violencia endémica más allá de si es carbón, oro (casos del Bajo Cauca, Nariño y sur de Córdoba y Bolívar) o ganadería (Guaviare).

De fracaso en fracaso

El actual colapso del mercado de la coca también revela una verdad incómoda para Colombia: la frustración frente a las expectativas con el Programa Nacional Integral de Sustitución de Cultivos lícitos (PNIS), piedra angular de la transformación del problema de la droga establecida en el Acuerdo de La Habana entre el Gobierno y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC).

Un reciente informe titulado “El PNIS está bajo la lupa de la justicia”, publicado por Dejusticia, revela la magnitud de las dificultades: solo el año pasado llegaron 15 demandas contra el PNIS al Consejo de Estado provenientes de diferentes regiones del país y dos de ellas ya fueron aceptadas por la Corte Constitucional. Una de estas tutelas reclama que más de 1000 familias fueron retiradas, “con procedimientos que no cumplen los estándares del debido proceso”. 

La decepción con el PNIS es palpable en Tibú, donde el programa arrancó de entrada en 2017 con muy pocas ambiciones: solo 2.696 familias fueron ingresadas, de las 100,000, aproximadamente, que dependen de esta economía en la región. “Confiamos en el Gobierno y creímos en el cambio que traería la paz, pero el PNIS fue un fracaso”, asegura.

Sentado en la mesa de su casa en la vereda Trocha Ganadera, un líder comunitario nos mostró “la mugre que tiene debajo de la cama”, una bolsa de aroma sulfuroso, llena de pequeños bloques de pasta base, con la que está encartado hace meses y que le recibió a varios campesinos a cambio de carne para ayudarlos a paliar el hambre por un rato.

Como miles de campesinos cocaleros en el país, él erradicó sus cultivos de coca cuando el PNIS llegó a la zona a ofrecer la asistencia económica y técnica que quedó estipulada en los acuerdos de La Habana. Sin embargo, pese a que se acogió al programa y cumplió con su parte, quedó excluido porque no pudo demostrar la “sana posesión de la tierra”.

“Nos vieron las caras y hoy me siento como un limosnero”, dijo indignado porque, según él, ha tenido que “arrodillarse” a los comerciantes para que le reciban la pasta de coca, mientras sobrevive de los huevos que le dan sus gallinas, unas cuantas vacas y un cultivo de yuca, una situación que considera privilegiada, mientras dedica muchas horas de su rutina diaria a labores de liderazgo comunitario que no son remuneradas.

Norte de Santander, que paradójicamente es el segundo departamento con más cultivos de uso ilícito en el país, fue uno de los que menos inscritos aportó al PNIS. En el territorio, que durante años se ubicó como el de mayor concentración de hectáreas de coca, solo hubo un 3 % de participación, según el último informe entregado por la dirección del programa. Entre tanto, desde 2010, los cultivos de coca no pararon, llegando a concentrar 32 % del área sembrada de todo el país (44.339 hectáreas).

La importancia del PNIS en esta zona parece haberse limitado a garantizar la erradicación de coca en los territorios colindantes a los espacios donde, una vez firmada la paz, se concentraron los excombatientes de las FARC que operaron en la zona, pero en momentos de crisis como los actuales, no llegan alternativas de solución. A pesar de que contactamos a las directivas del PNIS con varias semanas de antelación para este reportaje, no hubo respuesta al cuestionario.

No es solo la falta de agilidad de las instituciones ante una crisis que lleva meses sino, también, la incapacidad por copar territorios que han estado bajo la gobernanza de actores armados.


Confiamos en el Gobierno y creímos en el cambio que traería la paz, pero el PNIS fue un fracaso

Líder comunitario de La Gabarra

Hay diferentes hipótesis que explican la actual crisis. La sobreproducción y almacenamiento de la mercancía, cambios en la cúpula militar, golpes a las organizaciones armadas ilegales y hasta una caída del consumo en Estados Unidos. También hay otra que pareciera ser particularmente relevante para los campesinos del Catatumbo: se sabe que el alto comisionado de paz Danilo Rueda pidió a los actores armados el año pasado que “se manifiesten o den un signo de su interés por hacer parte de la paz total” y, aunque lo conversado hasta ahora entre las partes se desconoce, entre algunas fuentes cercanas que entrevistamos para este reportaje, lo que ocurre en estos momentos en la zona podría estar vinculado con una decisión consciente del ELN por bloquear el ingreso de compradores y mostrar su voluntad de mantenerse en la mesa.

Lo llamativo es que, al mismo tiempo, la policía colombiana anunció a finales de abril el desmantelamiento de un laboratorio en el Catatumbo con 4.765 kilos de cocaína, avaluados en 3.100 millones de pesos (unos 684.000 dólares). Esto podría avalar las tesis de quienes afirman que los traficantes tienen inventario de clorhidrato acumulado en la región.  Aunque el informe de la Policía aseguró que el laboratorio “le pertenecía al ELN”, este grupo armado ha insistido en el deslinde total con el narcotráfico, argumentando que su rol se limita al cobro de impuestos y no a la producción.    

Mutante y CONNECTAS buscaron tanto a la Oficina del Alto Comisionado para la Paz como a la delegación del ELN en La Habana, donde el 2 de mayo se inició un ciclo en el que se espera definir el cese al fuego bilateral y la participación de la sociedad civil en el proceso. Sin embargo, al cierre de este texto, ninguna de las partes había respondido a las preguntas enviadas.

“Todas estas variables influyen de manera multicausal. No hay un único factor que determine el destino de los mercados en estos momentos”, dijo en una entrevista para este reportaje el viceministro de Justicia, Camilo Andrés Ospina. Añadió que de las conclusiones a las que lleguen dependerán los lineamientos de política pública que se establezcan, pues aún es incierto si se trata “de un fenómeno que se va a estabilizar en ciertas regiones o que sencillamente es un bache que no va a generar una alteración grande en el mercado a futuro”.

El presidente Gustavo Petro se pronunció públicamente por primera vez sobre este tema en una entrevista a El País en su visita oficial a España. Reconoció que hay muchos sectores dispuestos a sustituir la economía de la coca y “si somos capaces rápidamente de otorgarla, Colombia empezaría a desconectarse del mercado internacional de la droga y eso nos sirve para que muchos grupos que tienen armas dejen de tenerlas”.

A pesar de que reconoce la importancia de actuar “rápidamente”, la situación del Catatumbo demuestra el descontrol y la falta de agilidad para afrontar la crisis. De hecho, los campesinos le presentaron al presidente en diciembre una hoja de ruta que incluye el replanteamiento del PNIS, la diversificación de los usos de hoja de coca, el fortalecimiento de cadenas de producción y comercialización de productos lícitos, inversión en vías terciarias y la implementación de un plan de choque que incluye a 9.000 familias en el programa Hambre Cero que adelanta el Gobierno. Sin embargo, fueron más plegarias a oídos sordos.

“Ahora que ya no nos está desplazando la guerra, nos está desplazando el hambre”, dijeron algunos pobladores frente al paisaje de fincas abandonadas. Aunque seguramente muchos hoy se están yendo para sobrevivir, hay otros, como los hermanos Vargas, que insisten en quedarse y soñar con una realidad que no los expulse: “Mi sueño es convertirme en patrón y dejar se ser obrero”, dijo Duván. Su hermano lo secundó: “Quiero ser agricultor en mi propia tierra”.

Este reportaje fue realizado para MUTANTE y CONNECTAS. Las fotos son de Fernando Molina, comunicador comunitario y miembro de la Asociación Campesina del Catatumbo (Ascamcat). 

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