Cuentos de cuarentena –38–

Tenía como 7años. Vivíamos transitoriamente en el oeste de la ciudad de Barquisimeto, en Pueblo Nuevo. La casa arropaba a mi madre, mi padre, mi hermano Saúl y a ratos a Luis Guillermo –Memo–, mi hermano mayor.

Para trasladarnos contábamos con un Volkswagen escarabajo color amarillo (la primera vida del Fénix) comprado en Maracaibo cuando yo tenía alrededor de cuatro años de edad. Recuerdo claramente cuando el carro llego a casa: yo estaba en el segundo piso, en el cuarto que compartía con Saúl, asomado por la ventana; parecía un globo y además amarillo ¡Qué bello automóvil!

Como a todo niño, me gustaba salir en el carro. Mi papá me llevaba a la escuela Casa del arte infantil Julio T. Arze y visitábamos a los amigos, en especial a la siempre recordada familia Gouverneur Viggiani, en la calle 14 entre 19 y 20, al otro lado de la ciudad.

En ese correr de aquí para allá viví y aprendí muchas cosas. Montado en un carro capté la relación entre ciertos objetos y la mente humana. Por ejemplo, los semáforos. La relación que mi papá tuvo con esos aparatos fue muy estrecha. Decía que el carro tenía un chip que interactuaba con ellos, pero yo supe que era él: el vínculo parecía de odio, de una absoluta resistencia. Mi papá no aceptaba que una caja con luces lo parara cuando no venían otros carros o, peor aún, lo retrasara siempre que él necesitaba llegar rápido a un lugar.

Ustedes que leen lo tomarán a chiste, pero yo, que anduve allí codo a codo con mi papá, lo viví. A veces el “toma y dame” era estresante y otras me daba risa (claro me reía pa’dentro porque ustedes imaginarán). La cosa funcionaba así: veníamos por una avenida y papá decía «mira, mira, está en verde, ya vas a ver como cambia a rojo justo cuando nos toca a nosotros pasar». Era maravilloso: ¡El bicho se ponía en rojo! Y así uno tras otro, rojo siempre. Así me di cuenta de que esa relación era fuerte, casi podía sentir al semáforo riéndose de mi papá, quien intentó de todo para vencerlo. A veces trataba de hacerse el loco para que el semáforo no lo viera pero qué va….¡rojo! Golpes al volante de frustración.

La relación fue tan profunda que un día recibimos la noticia de que mi papá estaba preso. ¿Qué pasó? ¿Cuál era la razón? A esa edad no me cuadraba porque siempre había pensado que estar preso era algo que solo le pasaba a la gente mala, pero cuando supe la razón entendí: en el juego de vencer al fulano semáforo se lo comió sin percatarse de que un fiscal lo había pillado. El aparato había vuelto a vencerlo.

LUIS A. LAYA H.


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