Cuentos de cuarentena –39–

Voy caminando hacia la cocina y veo a un morrocoy entrando a la casa por la puerta trasera. En mi cabeza se forman rápidamente dos hipótesis:

Una: viene desde la casa de mi abuela. Allá hay morrocoyes. Pero, ¿cómo si estamos a casi diez kilómetros de distancia?

Dos: si mi papá no puede verlo, me volví loca.

–¡Papá! ¿Qué es eso?, grito.

Mi papá me reclama por gritar:

–¡Me asustaste, pensé que era una culebra!

Tengo escalofríos. El morrocoy entrando a la casa me parece más grave que una culebra. Una culebra tendría sentido.

El morrocoy camina más rápido de lo normal para ser un morrocoy, cosa que es desconcertante. Llega a la cocina.

El gato lo sigue. Mi papá no sabe qué hacer.

–No lo toques, le advierto como si se tratara de una bomba.

Pero él lo agarra porque también le digo que el gato se lo va a comer. No quiero ver cómo un gato ataca a un morrocoy. Entonces, papá lo pone en el patio.

–Te dije que el gato estaba cazando algo, me dice. Sí, me lo dijo, pero creí que era una lagartija.

Veo una mancha negra en el piso de la cocina.  El morrocoy se hizo. Huele horrible. Mi mamá aparece y pone una de sus manos en la cintura.

–¿Y ese morrocoy?, nos pregunta.

–No sé, me lo llevaré a casa de mi mamá, responde mi papá.

–¡Noooooo!, dramatizo yo.

Mamá nos da la espalda y corre hacia la calle. Solo en ese momento me parece que tiene sentido que sea de algún vecino, pero aun si lo fuera podrían negar que es de ellos. Yo lo negaría si fuera mío. No podría ser mío. En fin.

Mi mamá regresa:

–Es del señor Eduardo, dice. No me convence. Más atrás viene el señor.

–¿Llegó hasta acá?, nos pregunta sorprendido. Carga al morrocoy y se va.

Suman 105 días con sus noches en cuarentena.

ANÓNIMO


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